La autoficción como género filosófico
Algunas notas sobre «la escritura y el yo» tomadas para las alumnas de mi taller de lectura entre septiembre y diciembre de 2023
Toda escritura del yo es un ejercicio de búsqueda; ese que algunos asocian a una egocéntrica exhibición, pero que, como en siguientes capítulos trataré de exponer, a mí se me antoja algo más parecido a una participación en el reto común y universal que los humanos nos hemos impuesto desde hace siglos: responder a la odiosa pregunta de «quién soy yo». Obvio que un yo no existe sin un tú, sin un nosotros, y que en consecuencia la búsqueda de sentido del propio ser se verá a menudo infectada por las sucesivas búsquedas de sentido de los otros múltiples seres, como si escribir y leer sobre el yo fuera un dar y un recibir consecuente con quienes vendrán y con quienes nos preceden. Toda escritura del yo —o lo que es lo mismo, ese saco en el que incluiremos la autoficción, el diario íntimo, la autobiografía, la confesión, el autorretrato, la epístola, y hasta eso que los editores más snobs llaman hoy el memoir— es una invitación a la generación de ideas, un disfraz de vivencias con las que recubrir teoría, o simplemente un generoso-género literario no tan fácil de elaborar, no tan egoísta, no tan evidente como pareciera.
*
El yo es el motor mismo de la escritura. Si desde que aprendemos a hablar nuestras palabras se refieren a un otro —mamá, papá—, en el momento en el que un niño se pone a escribir, las primeras letras que aprende son las de su nombre. El nacimiento de la escritura es el nacimiento de la introspección: aquí estoy, así me llamo, esta es mi marca. Más adelante, en el colegio, la escritura no podría estar más unida a la vida. Las redacciones escolares surgen tras los cuestionamientos de los maestros: qué hiciste el fin de semana pasado; describe a tu familia; dime quién eres en unas pocas líneas. Nuestra primera palabra escrita es nuestro nombre. Del mismo modo, nuestras primeras narraciones se corresponden con los episodios más íntimos y personales de nuestras vidas.
*
Aunque la imagen de un montón de niños pintando sus nombres y escribiendo sobre sus vivencias pueda generarnos ternura, lo cierto es que la asociación de cualquier escritura del yo con una «redacción de colegial» es cada vez más evidente. Para los detractores de lo autobiográfico, es uno de los motivos por los que el yo «debería» avergonzarnos, por su enorme dimensión pueril. En La autoficción. Reflexiones teóricas, Ana Casas, profesora de literatura de la Universidad de Alcalá de Henares, recopila una serie de ensayos académicos a propósito de dicho término. Para Casas, la autoficción «se ha vulgarizado tanto» que ahora lo usamos para definir cualquier obra que presente hibridación entre narrativa y autobiografía. En su prólogo a la antología, vemos cómo ella ha procurado distinguir dos líneas: la de Serge Doubrovsky, que en 1977 inventa dicho término casi como un reclamo de lucha de clases —pues según él, el trabajo de la «autobiografía» parecía estar reservado únicamente a voces autorizadas, esto es, poderosas, esto es, muertas— así como un ejercicio experimental. Por otro lado, Casas trae la voz del que para ella es el otro gran teórico, Vincent Colonna, quien en 1988 publicó una tesis con la que quería demostrar que, al contrario, la autoficción no depende de la autobiografía, sino de la novela misma, «que desde siempre ha estado jugando con las vidas de los autores y con su proyección en el texto». Establecidas estas posiciones, merece la pena volver a preguntarse algunas cosas: ¿a quién dejamos contar el yo? ¿A quién dejamos enseñarlo de manera más evidente? ¿Qué sujetos tienen permitido contarse a sí mismos sin que eso convierta su ejercicio en algo pueril? ¿A partir de cuánta cantidad de yo una obra pertenece a un género u otro? ¿Y por qué para elevar el yo a literatura parece que debamos hacerlo siempre desde la novela, y no desde otros lugares de la escritura? Por suerte, contamos con recursos: si Ana Casas es nuestra pensadora para estudiar la implicación del yo en la novela, el dramaturgo Sergio Blanco lo será para el teatro, el filósofo Stanley Cavell lo será para la filosofía y la poeta Rachel Zucker lo será para la poesía.
*
Para la narradora Margarita García Robayo «en la vida real importan cosas que en la escritura no». Robayo, nacida en Cartagena de Indias en 1980, es una de las autoras colombianas más relevantes del momento, en parte por su trabajo como escritora y pensadora del yo. En este mismo texto, un ensayito breve titulado ¿Qué tienes en la cabeza?, lo que le obsesiona es adivinar cuáles son aquellas cosas que nos despiertan la imaginación y que por lo tanto nos dan el hambre de la escritura. Planteado casi como un manual para escritoras y escritores principiantes, Robayo analiza la escritura de autoras como Sharon Olds o Vivian Gornik y recupera los posicionamientos de otros grandes nombres de la literatura de América Latina, como puede ser Ricardo Piglia, para quien «escribir a partir de uno mismo es una forma de construir la voz narrativa. Esto supone que uno tiene con ese sujeto —el yo narrado— una relación irónica, y habitualmente cuenta la historia cuando ya la historia terminó y mira lo que hizo ese tipo con cierta condescendencia». Quizá sea esa condescendencia lo que nos permita convertir lo vivido en ficción. El yo en otro. Quizá sea también la técnica lo que nos permita desvelar qué cosas merecen ser narradas. En el prólogo de Ana Casas a La autoficción. Reflexiones teóricas la autora cita a Marie Darrieussecq, para quien todo ejercicio de hablar sobre una misma supone ya una mentira. El yo, para ella, surge de la imposibilidad de ser objetivos. De la imposibilidad de decir una verdad. En ese sentido, «la diferencia fundamental entre autobiografía y autoficción estribaría en el hecho de que esta asume de manera voluntaria la no referencialidad, la imposibilidad del sujeto de ser sincero y objetivo que la primera combate». Según Casas, ese pacto ficcional y mentiroso es el que nos salvaría de la autocensura pues, retomando otra vez la máxima de Robayo: en la vida importan cosas que en la escritura no. Y viceversa.
*
Es domingo, diez de septiembre de 2023, y estoy en el vestíbulo de mi hotel de Medellín, a pocos metros de la poeta Piedad Bonnett. Las dos hemos sido invitadas a un festival literario y feminista en el que mi deber es el de hablar, en unas horas, a propósito de la «intimidad para mujeres» con la que en tantas ocasiones se ha demonizado la escritura escrita por humanas de mi género. Llevo en el bolso Lo que no tiene nombre, la novela autobiográfica que Bonnett escribió tras la muerte de su hijo, y la que por muchos años ha estado sin reeditarse, por petición de la autora, precisamente, ya que dicha escritura, en verdad, le provocaba dolor. No me atrevo a pedirle a Bonnett que me lo firme porque de pronto ese gesto me parece asqueroso. ¿Cómo voy a abordar a una desconocida y a decirle que me ponga unas palabras en la primera página de un libro que sé que le genera tanto dolor? En realidad, estoy mintiendo. Hablar del yo, hablar de mí, no significa que mis dedos tengan que teclear verdades. De hecho, no llevo Lo que no tiene nombre en el bolso. Es un libro del que apenas he oído hablar porque otras escritoras admiran a Bonnett, pero a mí su poesía tampoco me termina de emocionar. Será horas más tarde cuando me compre la novela. Será horas más tarde cuando vuelva a cruzarme con la poeta en el restaurante del hotel. Será horas más tarde cuando, a punto de sacar el libro del bolso, con la intención verdadera de recibir su firma, piense en lo desastroso de este sentimiento. En lo egoísta de querer molestar a la autora, por un poquito de atención. Iba a decirle: te admiro. Pero no lo hacía del todo. ¿O sí? Iba a pedir su firma, pero en vez de eso, me lo pensé bien y llegué a la conclusión de que el único homenaje posible era leerla. Así lo hice. Para mi sorpresa, no se trataba de un libro de duelo común. En todo caso, era un ensayo de ideas, no de sentimientos. Me refiero a que aquí la autora propone una mirada filosófica y literaria a la pérdida. No se regodea en las ñoñerías que yo misma podría escribir sobre mi hijo si algún día, dios no lo quiera, como el de ella, decidiera quitarse la vida saltando por una ventana. Es domingo. O es lunes. No sé. Ni siquiera me acuerdo. En la vida hay cosas importantes que desde lueguísimo que en la escritura no lo son. Es domingo. Eso qué importa. Lo que no tiene nombre se me desvela entonces como una respuesta más de la poeta a la pregunta de quién soy. Quién es ella ahora que se ha quedado huérfana de hijo. Quién es ella ahora que su pensamiento está teñido de duelo. Cómo escribir, si precisamente uno de los motores de su existencia le ha sido extirpado, y la literatura, como ya hemos dicho, no es más que una respuesta mentirosa a las preguntas de este existir sin nombre.
*
No hay mayor mentira que la verdad. Eso me lo digo a mí misma —esto es, lo escribo a mano en mi cuaderno— el dieciocho de septiembre de 2023 durante una mesa redonda en la que participan las escritoras Elizabeth Duval y Jazmina Barrera, junto a los escritores Héctor Abad Faciolince y Sergio Ramírez. Maliciosa y edadistamente, me digo que a lo que asisto es a un «trae aquí a tu abuelito». Ellas están en el centro del coloquio, serias, exponiendo sus ideas sobre lo que significa escribir —esto es, la compleja balanza entre hacerlo por necesidad y hacerlo como método para ganarse el pan— y ellos están a los lados, el Premio Cervantes visiblemente aburrido y adormilado, aunque simpático, y el recién herido de guerra en Ucrania un poco más divertido —esto es, irónico hasta el exceso, entre bromas torpes sobre sexo, y también edadistas, de ahí que yo me permita cometer mi propio exceso—. La moderadora es una escritora argentina que aburre a más no poder con sus preguntas obvias: «¿por qué escriben?», «¿qué es para ustedes la autoficción?», «¿para escribir hay que salir a la calle o acaso sólo mirar por la ventana?». Su presentación de los escritores está sacada de Wikipedia, y acaso ella suma una cita de algunas de las entrevistas que los cuatro hayan concedido algún día a El País. De entre todo el espectáculo descrito, la imaginativa de los cuatro autores hace que de cuando en cuando la mesa se salve. Contraponen sus sensaciones de cómo el yo debe o no debe aparecer en la ficción. De cuándo se sienten legitimados para hablar de su experiencia o, precisamente, de qué peso ha de tener la vivencia propia en su elaboración de un texto. Uno de los momentos peligrosos del debate tuvo que ver con los temas de los que los presentes se ocupaban en sus obras. Mientras que Sergio Ramírez y Héctor Abad Faciolince hablaron de su relación con el retrato del terrorismo o las guerras, a Jazmina Barrera se le preguntó por la adolescencia y la maternidad, como si dichas temáticas tuvieran un peso menor en lo que podríamos considerar «un verdadero tema literario». Por suerte, aunque los hombres hicieron alardeo de su compromiso político, Elizabeth Duval encauzó la charla, demostrando que el compromiso con la sociedad, con la política, con los otros, no sólo nace de demostrar y airear «grandes gestos», sino que importa en el día a día, en el lenguaje, y hasta en lo que la ventana interior nos hace ver. Por su parte, Héctor Abad Faciolince reivindicó, frente a los tiranos, una escritura de «la verdad». El colombiano fue el único de los tres ponentes en repetir esa palabra hasta la saciedad. Para él, escribir es contar la verdad frente a los tiranos mentirosos. Interesante su propuesta, claro, pero también tramposa. Porque, ¿qué es la verdad en la escritura autobiográfica? ¿Qué cosa es esa de la verdad para un oficio como el del escritor o el de la escritora, que precisamente consiste en saber generar mentiras? ¿No era esa la base de todas nuestras destrezas? ¿Mentir no era, sencillamente, imaginar?
*
Héctor Abad Faciolince es un experto en el yo. Sus diarios, publicados hace unos años en Alfaguara, le pusieron en las mesas de novedades como uno de los diaristas más relevantes de nuestro tiempo y de nuestra lengua. Su yo-juvenil de Lo que fue presente (1985-2006) ya adelantaba algunas de sus obsesiones del yo-maduro contó este lunes en Casa de América. En las primeras páginas, cuando se plantea la utilidad misma de sus diarios —él, que siempre lleva libretas encima—, anotó: «soy capaz de escribir aquí mi vida verdadera, es decir, mis fantasías. ¿Será eso un diario íntimo?». Divertido que para él la vida verdadera fuera aquella que emerge de la mentira, esto es, de la imaginación, esto es, de la fantasía, esto es, de lo que él querría que fuera la realidad, pero no lo es. ¿Qué es la verdad, entonces, para un prodigio del yo como lo es Abad Faciolince? Durante el evento, el escritor nos dijo que ahora se encuentra en un gran dilema. Que después de haber vivido un atentado mortal en Ucrania, a donde fue como invitado internacional en una misión de conectar con periodistas y escritores atrapados en la guerra, después de haber sobrevivido a tal atrocidad en la que otras amigas suyas perdieron la vida, ¿qué contar? ¿Cómo contar? ¿Se puede acaso escribir de ese yo? No creo, a pesar de mis reticencias a su discurso, que Héctor Abad Faciolince, como habría sugerido Carolina Sanín en Twitter, esté intentando dar pena o resultar patéticamente interesante al contar esta experiencia. En todo caso, lo que se me pasa por la cabeza es que él está irónicamente regresando a todo principio de la escritura del yo. A esa pregunta por el ser —quién soy yo… para contar esta violencia que no me pertenece pero que ha penetrado en mi ser sin mi consentimiento—, a esa búsqueda a través de la inventiva para traer una idea —cómo encontrar la manera de narrar sin resultar obvio, sin menospreciar el hecho, sin resultar absurdo—, y una estética —¿será un poema, o un dictado?—, y una trama —que resulte verídica, pero ¿qué tiene que ver lo verídico con la verdad?, ¿acaso lo verídico no precisa de ficción?—. Con la verdad en la boca, Héctor Abad Faciolince sabe que no hay verdad. Por eso miente. Y por eso es veraz. Lo que quiero decir es que ante su negativa a escribir hoy sobre los hechos: «quiero escribir sobre Ucrania, pero no ahora», pues eso, señala, sería hacerlo con prisas y faltando a las posibles verdades y detalles sobre el conflicto armado que ahora él quiere —o necesita— investigar. El autor dice luego que la mejor manera de escribir sobre su experiencia es esperar. Esto es, escribir un pasado, sobre el que las investigaciones le habrán arrojado más luz. Y yo entonces me pregunto: ¿y si la memoria de Abad Faciolince flaquea? ¿Y si de tanto esperar a contar un suceso sus entrañas descansadas ya no son capaces de captar la esencia del miedo de haber sido indirecta víctima de tal horror? ¿No es esperar una falta a la verdad que proclama? Así, si escribir desde el hecho a flor de piel nos hace faltar a la verdad… y si escribir desde la distancia nos hace modificar la verdad… ¿Es posible narrar la verdad del yo? Ya lo dije: no.
*
¿No? Dice el poeta francés Jaques Roubaud que eso que llamamos el alma es en verdad la memoria. O en sus propias palabras: «la idea del alma proviene de la idea irreflexiva de la memoria. Es el lugar mítico (lugar de cuento) de la memoria».
*
¿No? Y entonces, Elizabeth Duval dio con otra clave que yo corrí a apuntar en mi cuaderno: «el ejercicio de vivir es muy distinto al ejercicio de la memoria».
*
¿No? La teórica Leonor Arfuch ha dedicado un libro entero a esas preguntas sobre el modo en que la memoria y nuestra manera de almacenarla, domarla y tergiversarla conforma el trabajo principal de la escritura del yo y de la autobiografía. En Memoria y autobiografía es consciente del efecto de la temporalidad, y de cómo en la mayoría de los casos la distancia de los hechos narrados con la distancia de los hechos vividos da forma al resultado. Pero para Arfuch, el lugar también es importante: «Pero si la pregunta ¿cómo se narra una vida? podría responderse de maneras diversas, aunque certeras, quizá sea más incierto preguntar qué lugares configuran una biografía y cómo se vinculan el afecto y el lugar». ¿Qué efecto tiene sobre la escritura del atentado, desde la incomodidad urgente de un hotel de Ucrania, la narración del atentado en Ucrania? ¿Y qué efecto sobre la escritura del atentado, desde la comodidad de un despacho personal e íntimo en Bogotá o en Madrid, la narración del atentado en Ucrania? Volviendo a Arfuch: «La diferencia entre interior y exterior guarda cierta semejanza con la que media entre distancia y proximidad entre la panorámica desde la altura y el abajo de la muchedumbre, los remolinos de la circulación y la respiración de la calle».
*
No. No. Pero es que además del tiempo y del lugar del yo, hay un detalle de todo este pifostio con la veracidad que a mí también me inquieta, y que en su libro ¿Qué tienes en la cabeza?, la narradora Margarita García Robayo resumió a la perfección. «¿Quién es el interlocutor? ¿A quién le estoy diciendo todo esto que escribo?». Se tratan estas preguntas de una cuestión de solidaridad para con el lector. Si escribir y lees es conversar, estaremos de acuerdo en que desde la escritura hay que posicionarse como interlocutor. ¿De qué sirve lo que contamos? ¿Qué clase de mentiras y de verdades sobre nosotros mismos queremos contar, y para qué? Vuelvo a Robayo: «Una cosa es decirle a tu lector: esto te lo cuento porque me pasó a mí, y otra: esto te lo cuento porque también te pasó a ti. Y no porque te pasó en un sentido fáctico, sino porque experimentas lo que te cuento en la medida que lo lees, porque no se trata de mí, se trata de todos». Siguiendo esta lógica, también el lector faltará a la verdad. Esto es: yo como lectora asistiré a un atentado mortal en Ucrania, sí, pero eso siempre será una mentira, una fábula, un mito —de la memoria—, porque yo nunca estuve allí, pero como lectora consigo revivir algo que tampoco es cierto sino el producto de la vivencia de un determinado autor que decidió sentarse a imaginar para compartir su miedo conmigo, y contigo, y con el de más allá.
*
Quizá uno de los puntos más interesantes y cabrones de la escritura del yo sea la responsabilidad, esto es, el compromiso, que un autor pone sobre un lector. A esto Philippe Lejeune, en un estudio homónimo, lo llama «el pacto autobiográfico», y ese pacto consiste no solo en aceptar la mentira, sino también en aceptar el lugar que le corresponde como espectador —como somatizador— de esa narración. Dice Lejeune que «los lectores que se fijan más en el uso de los nombres propios en un texto publicado son los que tienen en la vida real los nombres en cuestión». Quisiera ampliar esa frase diciendo que los lectores que buscan verdad, los que buscan cotilleo, los que buscan sólo conocer la vida de quien escribe, son los que desconfían de la multiplicidad y la pluralidad de nuestras vidas en cuestión —esto es, los egoístas en cuestión— porque no aceptan el impacto de otra historia distinta a la suya incidiendo en su imaginario. Escribir y leer el yo requiere un trabajo de generosidad mutua. De eso estoy segura. Y también por eso encuentro que los ejercicios de Margarita García Robayo en su recopilatorio de memorias de Primera persona también son muy peligrosos para mí. Debo ser generosa con ella para no odiar su amor al padre —yo que en verdad odio al padre—, para no envidiar su amor al mar —yo que en verdad no sé navegarlo—, para no deprimirme juzgar su vida sexual —yo que en realidad sólo sé hablar de sexo—. Leer el yo es profundamente incómodo. Casi tanto como escribirlo. Toda lectura del yo es un ejercicio de búsqueda. Por suerte, con mayor o menor verdad en el texto, las respuestas a nuestras preguntas siempre serán radicalmente distintas a lo que esperábamos encontrar.
*
Quizá donde uno dice «verdad» a lo que esté intentando señalar sea a la «honestidad». Se me ocurre que buena parte de los libros aquí citados tienen más de honestos que de verdaderos, y en el caso de Margarita García Robayo también me atrevería a decir la palabra «claridad». La autora de Primera persona ordena aquí sus recuerdos por temáticas, es decir, que el peso de su vida está enteramente entrelazado al del objeto de estudio. Primera persona tiene algo de libro desigual, frente al que sin embargo una desearía que los temas no se agotaran nunca. Podríamos darle un diccionario a Robayo y pedirle que escribiera una historia honesta de sus vivencias relacionada con cada una de las palabras de este, de la a la z, y es probable que el repiqueteo de sus palabras siguiera resultando tan atractivo. Pero Robayo es muy lista, no se anda con tonterías, y por eso las ideas que ha elegido para escribir estos relatos se despliegan como un verdadero reto: ¿cómo hablar del mar, del padre, de la locura, de la leche, de la autobiografía y del sexo de manera honesta y sin resultar evidente ni caer en esos códigos que a los lectores más suspicaces les llevan a pensar que tal o cual autora sólo desea «llamar la atención»? La clave es la honestidad. O la sensación de absoluta transparencia. El equilibrio entre el lugar y el tiempo. El reconocimiento de la enfermedad que siempre le lleva a querer escribirse. En el último párrafo de un ensayo sobre la locura de su madre y cómo esta pasó factura a su vez a la salud mental de sus hijas, dijo: «Supongo que conseguí salir, pero arañada por el desquicie, con la idea fija de correr bien lejos sin mirar atrás más que para tomar algunas notas distorsionadas y, en un rapto de locura, escribir este texto».
*
A estos arrebatos del hablar sobre una misma Ariana Harwicz prefiere llamarlos visión. Ella cree, como Hilda Doolittle, que el arte tiene esa cualidad mágica y profética que convierte a quienes escribimos en una suerte de brujas conectadas con el más allá. En El ruido de una época, Harwicz escribe sobre asuntos verdaderamente incómodos, que tienen que ver con la hipocresía de una industria editorial y cultural, desde la que en ocasiones se tiende a pisotear la literatura a favor de la política. Digo que su libro es incómodo porque la posición de Harwicz a veces puede resultar demasiado tajante para con la definición que ella da de la violencia. Ella cree que es la incomodidad lo que nos hace ser visionarios, es decir, lo que nos da la carta de artistas y de brujos. Que sólo en situaciones de verdadera incomodidad podremos escribir, y que en nuestro contemporáneo empeño por ser correctos, transversales y buena gente, caeremos en el profundo pozo de la complacencia. Hay una frase mítica de la puertorriqueña Rosario Ferré según la cual la rabia ha sido el incentivo para que las mujeres escriban bien. También Susan Sontag ha teorizado hasta la saciedad a propósito del placer estético que puede llegar a suscitarnos el dolor ajeno. Para Harwicz hay más belleza en las literaturas de las posguerras, en las literaturas intra-dictaduras y en las literaturas del máximo desarraigo, y esa es la razón por la que duda de las corrientes feministas actuales, a su juicio, totalizadoras con el asunto de la extrema corrección. El único «pero» que a mí se me ocurre al leer su por otro lado lúcida —y honesta hasta el dolor— defensa de la oscuridad, tiene que ver con que en realidad la vida está plagada de todo tipo de violencias, con que el mundo es el choque de una violencia contra otra, y con que el hecho de combatir la corrección política no tiene que llevarnos a defender a los monstruos sanguinarios que nos impiden hasta el respirar. Este es, una vez más, el trabalenguas del consentimiento. «Vaciar el lenguaje de violencia es imposible», reza Harwicz, y no le falta razón. ¿O por qué si no Margarita García Robayo nos reconocería que sólo a través de determinada locura se ha podido sentar a escribir?
*
Hay otro tono en la escritura de Ariana Harwicz que se me hace similar a la de Robayo —ya no por esa honestidad, sino más bien por su concepción literatura/vida— y que se me aparece en este texto: «Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir. Me doy cuenta ahora hasta qué punto primero hay que lanzarse a la vida, olvidando la escritura, para después lanzarse a escribir, olvidando la vida. Escribir es ante todo una operación temporal, como la música. Escribir es más que vivir, es vivir dos veces. O es menos que la vida, es una relación especular oblicua, distorsionada. Por eso, a veces un texto nos hace llorar. Pero el mérito de la emoción no es literario. El mérito es todo de la vida. Y viceversa». Aunque ambas escogen temáticas conflictivas, rasposas, difíciles, como narradoras, la argentina suele tender a la monstruosidad y la colombiana a la luz. Que algo sea molesto no quiere decir que sea inspirador. Del mismo modo, que algo sea en apariencia bello no quiere decir que no pueda convertirse en molesto. El veintiuno de septiembre de 2023, estoy sentada junto a la novelista Guadalupe Nettel en la presentación de su libro Los divagantes. Como sé que ella es amante de la fantasía, de lo esotérico y de los mitos más monstruosos, yo le lanzo preguntas hacia esos hilos y ella me sugiere que el monstruo es bello porque el mundo es el monstruo. No lo dice así, claro, pero así es como yo lo apunto en mi cuaderno, con la primera frase de Primera persona todavía dándome vueltas, y con Rosario Ferré como guía, y con toda esa tensión propuesta por Harwicz, a quien me gustaría demostrarle que la rabia y el dolor no han de conllevar holocaustos para que nos vuelvan rebeldes, imaginativas, sagaces y honestas. En realidad, es que para sufrir nos basta con estar vivas. ¡Lo aprendimos en Emil Cioran! Pero es que, en la primera línea de El mar, se iluminan más respuestas: «El primer recuerdo es molesto: el escozor de la sal en las heridas de infancia».
*
De acuerdo con una de las muchas definiciones que pueden encontrarse de este término, «confesar» es expresar voluntariamente actos, ideas o sentimientos verdaderos. Según otra de las definiciones que da el diccionario, «confesar» significa declarar algo que se mantenía en secreto. Por supuesto, si nos acercamos a esa palabra desde una mirada religiosa, «confesar» es declarar en el sacramento de la penitencia los pecados que se han cometido.
*
Toda escritura del yo puede ser leída desde una voluntad de confesión. Esa es una de las bases que llevaría al crítico literario estadounidense Macha Rosenthal a inaugurar la etiqueta de «poesía confesional» en 1959, cuando elaboraba una crítica del poemario Life studies, del Robert Lowell, poeta, crítico, y profesor de, entre otras, de Sylvia Plath y Anne Sexton. El término «poesía confesional», que desde su nacimiento pretendía en todo caso «advertir» a los lectores de que aquella poesía a la que iban a enfrentarse estaba plagada de detalles verídicos y personales del autor o de la autora —especialmente de la autora, pues en adelante dicha etiqueta se nos pondría sobre todo a nosotras—, de detalles relacionados con el sexo, la familia o la salud mental. Detalles propios de un confesionario católico, expresados con un lenguaje que rehúye de la belleza, y a veces hasta de las metáforas y las bonitas rimas y ritmos asociados a toda lírica. En 2023, la poeta Rachel Zucker publicó el ensayo The Poetics of Wrongness —que aquí vamos a traducir Poéticas de lo incorrecto o Poéticas de la incorrección— como una crítica al devenir del término confesional en la poesía escrita por mujeres, o por personas queer o racializadas. Según Zucker, lo confesional ya es otro cajón de sastre tan penoso como el de la autoficción o el de las «literaturas del yo», cuya etiqueta más que definir, destruye a aquellos a quienes se la damos. Zucker cree que todas las cualidades primigenias de la poesía confesional asociadas a Life studies son únicas y exclusivas de ese libro, y que por lo tanto en la historia de la literatura sólo podría existir un poeta confesional: Robert Lowell. Me parece interesante esta propuesta, pero también me lleva a preguntarme por la necesidad de un análisis más amplio de cuáles son las cualidades de esa confesionalidad y por qué importan más allá de la poesía. Otra vez regresamos a la cuestión de la pregunta, a la cuestión del ser, a la cuestión de la honestidad, a la cuestión de la interlocución. O peor: a la cuestión de cuántas preguntas, a la cuestión de cuánto ser, a la cuestión de cuánta honestidad, a la cuestión de cuánta interlocución.
*
En ¿Qué tienes en la cabeza?, Margarita García Robayo no nos deja muy claro si Vivian Gornik le gusta o no. A mí, que Vivian Gornik me resulta aburridísima, me parecen bien los posibles «peros» que intuyo al análisis de su obra autobiográfica. El retrato de su yo se me hace tan pijo como el de Joan Didion, pero menos elegante y poderoso. Y también me parece tan seco como el de Annie Ernaux, pero sin duda menos humano, menos erótico. No sé a cuento de qué se me atraganta tanto la obra de Gornik, incluso si ahora mismo su escritura es considerada por tantísimas autoras y lectoras de mi generación como una guía definitiva para la escritura del yo. Para Margarita García Robayo, el de Gornik es un ejemplo claro de «confesión moderna». Esto que dice me llama poderosamente la atención y me invita a querer descubrir por qué tacha así sus palabras. Mejor leemos a Robayo: «En este libro —como dicta la tradición de la confesión moderna— lo importante no son tanto los hechos relatados (los paseos por la ciudad y lo que sucede en ellos) sino la relación entre el conflicto interior y la vida real. Una digresión quizá innecesaria: la confesión moderna es la que sigue la tradición de Rousseau. También existe la tradición de San Agustín, hay muchos libros contemporáneos inscritos en ella. La confesión moderna tiene lugar en el instante mismo en que se descubre ante los otros, pero el resultado no es una revelación, una verdad nueva, sino una forma que toma algo que ya se sabía y que ahora entra en escena porque está en crisis. No es una escritura que se plantea como necesaria cuando la razón y la vida están reconciliadas. Necesita del conflicto para existir. La crisis aparece cuando la verdad no pretende transformar la vida. Vivian Gornik no pretende cambiar la relación histórica con su madre a partir de esa confesión, pero la sola formulación del conflicto le resulta un alivio. El único camino posible para este tipo de escritura es la indagación constante, la pregunta irresuelta, la búsqueda infinita».
*
Ya que he mencionado de pasada a su autora, me resultaría imposible no volver a citar esa frase de Pura pasión que desde hace meses se me antoja como la mejor definición posible de esto que para Robayo es el fin de la confesión moderna. Recordemos que esta novelita no es otra cosa que el recuento de una obsesión de una mujer para con un hombre que sabe que nunca más la va a llamar para que sigan encontrándose a follar a escondidas. En un momento dado, consciente él de que ella es una autora que desgrana su intimidad en su literatura, sucede esto: «Él me había dicho: “No escribas un libro sobre mí”. Pero no he escrito un libro sobre él, ni siquiera sobre mí. Me he limitado a expresar con palabras —que sin duda él no leerá, ni le están dirigidas— lo que su existencia, por sí sola, me ha dado». Es aquí donde me resulta inevitable contradecir, ni que sea un poquitito, los parámetros de la confesión moderna propuestos por Robayo. Porque aunque es cierto que podemos beber de Rousseau en términos de exposición juguetona —él habló de sí contándolo todo, analizándose entero, luchando contra quienes le odiaron para salir airoso dando una visión grandilocuente y magnífica de sí mismo, esto es, sirviéndose de la confesión con la intención de provocar a los demás—, también lo es que en toda confesión hay un grado místico —la pregunta por el ser, recordemos—, un grado de incredulidad ante la vida propia, y también ante las demás. Dirigiéndose a Dios en Las confesiones, San Agustín dijo: «Angosta es la morada de mi alma para que vengas a ella: agrándala tú. Está en ruinas, repárala. Tiene cosas que ofenden a tus ojos: lo confieso y lo sé. Pero ¿quién la limpiará? O, ¿a quién fuera de ti clamaré diciendo: De mis pecados ocultos límpiame, Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo?». Desde mi visión atea de la mística, cuando San Agustín dice «agrándala tú», estoy convencida de que se refiere a la literatura. Mi casa —mi alma— está en ruinas. Así que repárala tú, literatura, palabra, creación, puesto que tú todo lo puedes… Por otro lado, cuando San Agustín habla de los pecados ajenos, ¿no está aludiendo a eso que Annie Ernaux planteaba a propósito de «lo que la existencia del amante, por sí sola, le había dado»? Que la escritura del yo no existe sin el otro. Que la escritura del yo, ya se confiese a muchos o a uno solo, no existe sin esa interlocución. Esa es la llave, creo, por la que lograremos desprendernos del ensimismamiento. Cuanto antes se defina a quién habla el yo, con más facilidad se determinará si esa escritura es la de la reparación o la de la visión. Y nuevamente, se me clavan las preguntas, ¿por qué no son acaso el acto de la reparación y el acto de la visión dos fórmulas para templar la gestación de la idea?
*
«La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». Esas son las primeras palabras de Vivir para contarla, el libro de memorias que Gabriel García Márquez publicó en 2002, doce años antes de su muerte. Si las transcribo es porque me apasionan y me conmueven, incluso si lo que viene después de ellas es un despropósito. Quiero decir, una nulidad narrativa. Sí, estoy convencida: este libro representa uno de los peores arranques de contarse a uno mismo a los que me haya podido enfrentar en toda mi vida lectora. Gabriel García Márquez no sabe decir yo. Su pulso en Vivir para contarla es el de un magnetófono viejo; aquí no hay tensión, ni historia, sólo un cúmulo de recuerdos que amontonados suman seiscientas páginas de lo que hoy muchos llamarían fan-service. «Allí nací», «allí escribí», «allí encontré el amor». No quiero ser cruel. Sólo quiero reivindicar que la vida está para pensarla, no para escupirla. Para moldearla, no para dejarla caer. Y eso que yo siempre me digo que, en general, las ideas apenas son despojos de nuestra alma, pero también estoy convencida de que a nuestros restos hay que saber darles sentido si lo que queremos es que otros los lean.
*
Pero, no sé. Quizá esté siendo demasiado injusta con un autor al que la escritura del yo, en verdad, se la refanfinfla. Vivir para contarla no alcanza el vuelo ni en sus momentos más aparentemente afilados, esos que tienen que ver con las riñas con otros escritores icónicos de su generación, o con la misoginia que le caracterizaba al narrar su matrimonio. La edición de las memorias de Gabriel García Márquez que yo manejo, por cierto, me llegó hace un par de meses en una caja de libros de la antigua biblioteca de mis padres. El ejemplar está lleno de pequeñas marcas, esquinas dobladas con mucho esmero y notas a lápiz de mi padre, que yo voy acaparando, con la esperanza de encontrar en sus hallazgos un motivo para hacer las paces —las paces con Gabo, no con mi padre, se entiende—. Los subrayados de papá tienen que ver con momentos en los que él detecta que García Márquez va a hablar de cómo escribió algunos de sus libros más célebres, aunque en seguida me doy cuenta de que esto que estoy leyendo a mi padre también tuvo que aburrirle cantidad. En un momento dado, las marquitas a lápiz hacen recuento de la cantidad de veces en las que se cita a Álvaro Mutis —y son bien pocas—, y en otro mi padre señala los que a mí también me parecen pocos momentos de sinceridad con respecto a las lecturas del autor de El amor en los tiempos del cólera. Cuando habla de sus libros preferidos, parece como si en verdad los odiara. No hay sangre en estas memorias. No hay apenas alma. A pesar de que no encuentro nada entretenido entre sus páginas, me dejo llevar por las anotaciones pulcras de papá. Me acuerdo entonces de que Aura García-Junco acaba de publicar una memoria sobre los libros que heredó de su padre y sobre el trabajo de duelo que supuso ordenar su biblioteca. Mi padre no ha muerto, aunque para mí sí que lo está. Por eso creo que entenderé el ensayo de García-Junco, y por eso también creo que estoy al borde de las lágrimas al admirar, desde una distancia prudente, lo que se me antoja la caligrafía de un difunto.
*
Cierro el libro y lo devuelvo a la estantería. Como a pesar de mi depresión soy una persona optimista, me digo a mí misma que lo que leo en Vivir para contarlano es tan malo. Que sólo está escrito en cierta decrepitud. Que su estructura se parece más a las de las memorias de Barack Obama que a las que, después de años de trabajo y experimentación, escriben hoy la mayoría de las autoras a las que admiro. Que no, que no está tan mal. Que en todo caso se trata de un homenaje a las redacciones de colegio. ¡Eso! ¿No había reivindicado yo misma que si lo primero que aprendemos a escribir es nuestro nombre, y que si lo segundo que aprendemos a redactar son nuestras diminutas experiencias como colegiales, entonces es lógico que nuestra mejor y más arriesgada escritura tienda, por homenajes, al pensamiento autobiográfico? Es decir, ¿se hace el niño-de-colegio Gabriel García Márquez para contar sus memorias? Lo cierto es que pocos minutos antes de teclear aquí esa pregunta, yo se la hago a mi pareja durante una conversación telefónica. Él que ha estado sobrevolando las literaturas del Boom para sus recientes conferencias en Lima y en Oaxaca sobre Mario Vargas Llosa y Octavio Paz, me cuenta que, efectivamente, las malas lenguas siempre hablan de cómo al Nobel colombiano se le torcía la letra cuando le tocaba salir de la ficción mágica. ¡Pésimo memorista! ¡Pero es que al autor de Cien años de soledad todo se lo perdonan todo! ¿Cómo puede alguien con una vida tan interesante hacerla tan terrorífica? Será que todo lo bueno de Gabriel García Márquez, en realidad, lo cuentan siempre los otros. Él no. Su vida brilla, pero en palabras ajenas. Su yo se mata a sí mismo. Su yo no le es útil. Y podrá contar mucho su yo… pero no vive. Hablando de matar al padre: no pidamos al Gran Padre del Realismo Mágico Colombiano —custodia compartida con Elena Garro, que no se nos olvide— que sea también el Gran Padre de la Autobiografía Colombiana.
*
¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Por qué ando leyendo esto y no Mi vida, de la mística Francisca Josefa del Castillo? ¿O las resonancias del yo de la vida como divorciada de Marvel Moreno en El tiempo de las amazonas? ¿Por qué no vuelvo a los poemas de María Mercedes Carranza? ¿Por qué no me entretengo con el corazón atragantado de Piedad Bonnett? ¿Por qué la lista —Sara Jaramillo, Gloria Susana Esquivel, Laura Andrea Garzón, Tania Ganitsky, Pilar Quintana, ¿Lorena Salazar…— es cada vez más larga? ¿Y por qué tal longitud tendría que asustarme ahora?
*
La autoficción como género filosófico. Vale.
*
La autoficción como género que inaugura el rumbo literario del siglo XXI. Sí.
*
La autoficción como…
*
No. Autoficción no. Odio esa palabra. Hartoficción.
*
Mejor: «textos del yo».
*
Mejor: una llamada de atención.
*
O mejor: vivir para pensarla.
*
Para abreviar: literatura. Punto.
*
Ahora no sé cómo continuar este hilo de pensamientos. De pronto, la teorización del yo en la poesía de Berta García Faet me abruma tanto como esas pesadillas en las que una descubre que hace años hubo un error académico y que nunca terminó el instituto: la vida volvería a empezar de cero, tendríamos otra vez doce años y oleríamos a las vaselinas perfumadas con las que decorábamos nuestros infantiles labios.
*
No me malinterpretéis. No digo que leer a Berta García Faet sea una pesadilla. Todo lo contrario. El mal sueño, en todo caso, viene de ese reencontrarse con «aquello que fuimos». Esa es precisamente una de las primeras enseñanzas que se me vienen a la cabeza cuando leo Corazonada, el libro que la poeta acaba de publicar en La Bella Varsovia: García Faet escribe «lo que fue». Incluso su uso del presente guarda una cierta añoranza. Su presente es un presente que se agota. Que se esfuma. Una cierta nostalgia. Un «esto que me está pasando ya no es así, porque cuando tú lo leas, inevitablemente ya habrá sido». La poesía de Berta García Faet siempre arrastra hacia atrás. Pero tampoco es el suyo un pasado muy lejano. Y puede que ni siquiera sea un pasado que tenga que ver con el tiempo tanto con el lugar. Insisto: no es un pasado temporal. Es un pasado físico: aquel que tiene que ver con el lugar que ocupa el cuerpo. La noción de pasado en Berta García Faet nos remite constantemente a cómo su cuerpo transitó a través de las etapas comunes a todo ser humano, o a través de los a veces poco comunes enamoramientos que la acribillaron desde 1999, o a través delos dolores ante ciertas desigualdades —en su obra hay animalismo, pero también feminismo y conciencia de clase—, o a través de las lecturas a veces atroces —¡la filosofía, especialmente!— y otras veces dulcísimas —¡la poesía, claro!—, o también a través del lenguaje, un lenguaje que es su gran pregunta y que a lo largo de su poesía llega a convertirse en sinónimo de amor.
*
¿Una poesía del yo? Sí. Pero sólo porque como ocurre con los yoes más luminosos, la voz poética busca expandirse, y multiplicarse, y ruborizar a quien la lee, no a través de la exhibición de las «experiencias íntimas» sino, en todo caso, del humor cómplice y de la profunda inteligencia.
*
Dije que la poesía de Berta García Faet nos llevaba al lugar del cuerpo-pasado.
*
Dije que la poesía de Berta García Faet era de un yo cómplice, inteligente.
*
Dije que la poesía de Berta García Faet es una pregunta del lenguaje.
*
Así que no tendré miedo de asegurar que para mí su yo es un «yoíto». Un pequeñito ser lindo capaz de darle entidad a los diminutivos, a los cotilleos y a las cursilerías, como si de una reivindicación de los hablares de nuestras adolescencias se tratara. Ontología adolescente. La precocidad no como excepción sino como regla. Yoíto: un yo que siempre crece pero no para volverse adulto sino para engullir belleza descaradamente. Berta García Faet busca una belleza que no es natural sino sonora. De la misma manera en que su pasado es físico, su belleza es lingüística: se canta y se pronuncia, se regurgita, si hace falta, y por supuesto se divaga, esto es, se filosofa. ¿Pero puede una voz adolescente ser considerada filósofa? ¿O poeta? ¿O pensadora? ¿O intelectual? ¿O trabajadora de la palabra, sencillamente? Berta García Faet no se aparta del sujeto adolescente. Lo pone hablar y lo disfraza de adulta. Lo pone a soñar con todas las posibles vidas con las que sueñan las adolescentes. ¿A qué tribu urbana pertenece? ¿Con qué licores dulces se emborracha? ¿A quién odia más, a mamá o a papá? La adolescente piensa porque la adolescencia piensa. La adolescente tiene entidad porque la adolescencia convoca todos los futuros. La adolescente se escribe a sí misma porque ya no es ella misma: porque ha sabido no traicionarse. Berta García Faet escucha lo que fue. Lo que ya nunca volverá salvo en la palabra.
*
Leo a Odysseas Elytis en uno de los tres transportes que tras largas horas me dejará en Cartagena. Me han pedido que hable del mar Mediterráneo, y eso me lleva a pensar directamente en la adolescente que fui y a la que aún no sé si estoy traicionando. Si hay algo que admiro de La edad de merecer, es esa conexión absoluta con las anécdotas vitales de otra, ese reconocimiento en lo marisabidilla y cándida de la voz. Hay una teen sola en Berta García Faet, pero esa teen hace que la mía ya no lo esté nunca. El caso es que Elytis tiene un libro de ensayos que pude comprar en una librería de segunda mano en Medellín a comienzos del mes pasado. Allí a los libros usados los llaman «libros leídos», lo cual aún me genera sentimientos contradictorios, ¿acaso al leer no «usamos»? ¿Acaso la lectura no es física? Elytis reflexiona mucho sobre estas cuestiones y en un momento dado asegura que al género de los poetas lo caracteriza «su distancia ante la realidad corriente». No creo que con esta afirmación el Nobel griego quiera decir que los poetas son especialitos porque sí, sino que señala su capacidad para desprenderse de sí mismos. Inevitable decir que «yo es otro», e inevitable para mí también acordarme de Svetlana Carstean, poeta rumana que acaba de ver publicado en España su exitoso Soy otra, una revisión de la cita mítica de Arthur Rimbaud. «Esto es ficción y no va sobre ti», dice Carstean, incidiendo en esa idea de que el poeta, la poeta, se distancia de la realidad corriente, y por lo tanto se distancia hasta de su propia realidad corriente, la íntima, la de un yo. Leer a Elytis y a Carstean, con tan sutiles fórmulas, nos lleva otra vez a Berta García Faet y a su manera de separarse de lo corriente y de crear ficciones a través de su lírica. La edad de mereceres una novela de las Brontë pero en el siglo XXI. La belleza de su prosa reside en su dominio de la métrica. Miente, y porque miente, es muy verdadero su espíritu.
*
1. La poesía dice lo que dice diciéndolo.
2. La poesía dice en poemas.
3. La poesía es una categoría lingüística universal.
4. La poesía piensa al pensar en poesía.
5. La poesía es el alma, que no reside en el cuerpo, pero del cual no puede ser separada. Llamémosla, por nuestra parte, memoria.
*
Las cinco definiciones de poesía que ahora traigo pertenecen al mejor libro que he leído a propósito de la creación poética y su sentido —si es que lo tiene— en nuestro mundo: Poesía, etcétera, puesta a punto (Hiperión, 1998), de Jacques Roubaud. El enfoque es de corte filosófico, aunque su tono narrativo es humorístico, pues suelta verdades incómodas sobre el género literario al que nos enfrentamos, dividiendo al narrador en dos, como si se tratara de una recreación de los diálogos de La conversación infinita, de Maurice Blanchot. En ese ensayo, Blanchot definía la literatura como un diálogo sin fin. Como una charla con uno mismo, o con una misma, como en un desdoblamiento. Tiene sentido que Roubaud se aplique el cuento de Blanchot para su ensayo sobre el sentido de la poesía. Como podemos ver en su definición última, para él la poesía es el trabajo de la memoria o, si lo queremos, el trabajo del alma. Para Jacques Roubaud, la poesía es memoria, y por lo tanto es alma. Para Jacques Roubaud, la poesía no existe sin la vida-vivida-nombrada del poeta, esto es, sin su cuerpo presente. Para Jacques Roubaud la poesía es el alma que no puede existir sin el cuerpo. Para Jacques Roubaud, en definitiva, el poema es el resultado de las vivencias del poeta que, convertidas en memoria en su cuerpo, luego pueden ser expulsadas al papel, a través de un lenguaje universal, que en este caso es el de la intuición y el de la sugerencia. Es cierto que el libro de Roubaud es complejo. Aunque para mí explica a la perfección —y más allá de la perfección— lo que es y lo que probablemente deba ser y será la poesía, también ocurre que sus argumentaciones sólo puede entenderlas alguien que sea lector asiduo, o incluso alguien que sea escritor asiduo de poesía. La técnica de Roubaud no es sólo la de la auto-parodia-poética, sino que también se vale de una serie de explicaciones profundamente espirituales, casi bíblicas, de lo que para él es el sentido principal del género poético. Con todo, en este libro se vela por la experiencia. Aunque a veces ha sido crítico con el yo, su teoría no se separa de la memoria, y opta por una explicación del género que radica en la expresión de la subjetividad. Pero claro, ¿todo los subjetivo es digno de un poema? ¿Todo yo merece ser poetizado? A esa poesía yoísta y sin preocupación por la forma, él la llama poesía-muesli. La poeta y teórica española María Salgado recuperó esta expresión, que le sirvió para definir a una poética rimbombante, facilona y formalmente repetitiva muy común en el panorama español contemporáneo —que va desde los poetas de la experiencia, hasta los realistas sucios, pasando por los llamados poetuiteros, pero también por aquellos poetas que van de hondos y que lo que hacen es repetir metáforas viejas en endecasílabos perfectos, con un poquito de temáticas de moda o políticamente correctas, para anclar sus viejas mentes al presente y así parecer menos pasados de rosca—. Lo que quiero explicar es que para Roubaud la subjetividad no es poesía. ¡Y eso que para él vida y memoria son la definición misma del término! O mejor: que para él la subjetividad no es poesía si esta no es cincelada con la mejor de las formas.
Poesía = Subjetividad + Forma (y, eventualmente, Casualidad)
o lo que es lo mismo:
Poesía = Yo + Técnica (y, eventualmente, Magia)
*
Lo sé, parece complejo, pero no lo es tanto. Intentaré explicarlo a mi manera. La cosa es que yo iba en un avión de camino a Cluj-Napoca, con Ernesto sentado unas filas más atrás y con mi hijo jugando al Minecraft. Yo venía de haber tenido una serie de revelaciones gracias a la lectura de la poesía de Ruxandra Cesereanu, y como ya era tarde decidí pedirme un Sauvignon Blanc rumano que me vendieron por unos tres euros y medio en el avión. El vuelo duró dos horas y cuarenta y cinco minutos, tiempo suficiente para que yo leyera, subrayara, volcara tinta y anotara los márgenes de Poesía, etcétera, puesta a punto. Días atrás me había obsesionado con el comienzo del Génesis, y con la imagen de Eva desobedeciendo a un Dios bastante vengativo, y recibiendo como castigo, entre otras cosas, el de ser consciente de su desnudez. Es gracias a esa desprovisión de la vestimenta divina —así lo analiza Giorgio Agamben, basándose en los estudios de Erik Peterson, pues de acuerdo con el teólogo y con el filósofo no es que Adán y Eva estuvieran literalmente desnudos, sino que había una luz divina que les vestía—. Es gracias a esa desprovisión, decía, que Eva se vuelve consciente de su desnudez, y empieza a experimentar la vergüenza propia de quienes no saben de lo que es capaz un cuerpo. Llevaba días leyendo sobre la desnudez y rindiéndome a los poemas vitales de Ruxandra Cesereanu, para quien la mística no es otra cosa que un episodio de neurosis, y entonces comprendí que quizá escribir poesía no es otra cosa que ser conscientes de nuestra desnudez. Esa conciencia del cuerpo desnudo nos lleva a hacer preguntas por el sentido de nuestra vida, de nuestro cuerpo, de nuestra memoria/alma. Esa conciencia del cuerpo desnudo es lo que nos lleva a imaginar posibles vestimentas o circunstancias en las que la vergüenza no sería posible. Escribir, una manera de vestirse con esa luz que Dios parecía habernos negado.
*
Me fui por las ramas. Seré esquemática pensando en Roubaud, en Cesereanu y en Berta García Faet, pues no me olvido de que aquí he venido a hablar de sus libros. Precisamente, fue en 2011 cuando Berta García Faet publicó su libro Introducción a todo, el primero de su bibliografía que a mí me conquistó. Se trataba este de un libro provocador, repleto de subjetividad, pero también de forma, con el que Berta García Faet hacía hincapié en su yoíto, ese mismo yoíto que hoy vemos florecer en La edad de merecer, profundamente irónico y pensativo. Aquello en lo que primero me fijo de Introducción a todo es en la dedicatoria, que incluye una definición que ya conocía, pero que cada vez que leo me provoca un escalofrío: A los que pasaron. (Recordar, del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón). Cuando era niña, mi padre ya me había explicado esta bella etimología, según la cual recordar es bombear dos veces una idea, una imagen, un algo que nos marcó. A los recuerdos hermosos, yo me los imaginaba fluyendo libremente por mi pecho. A los recuerdos tristes, los veía atragantándose en las venas y en los hilos duros que salían de mi corazón, o que se quedaban así, repletos, cada vez más llenos y dispuestos a la explosión. Recordar. Memorizar. Poetizar. Vivir. Como todo se ha complicado mucho en estas líneas, voy a intentar ser más breve. Ahí el problema:
Alma = Memoria
Memoria = Recordar
Recordar = Pasar dos veces por el corazón
Corazón doble = Memoria
Memoria = Alma
Alma = Corazón x 2
Conclusión entre bértica, ruxándrica y jácquica = Tenemos dos corazones, pero sólo uno es de carne. El otro pertenece a nuestra alma/memoria. El otro lo alimenta la imaginación, la mitología, el ritmo. El otro corazón sólo puede existir si pensamos poéticamente. [O extraído de mi cuaderno: ¿no recuerda mucho la palabra inima (corazón en rumano) a la palabra anima (alma en latín). ¿Será que estoy en lo cierto? ¿Debo seguir mi corazonada?]
*
Como estoy cansada de escribir y de pensar, salgo de casa y voy a la presentación de Claudia González Caparrós en Crisi. Ella acaba de publicar Los augurios se rechazan, un libro que, desde un lenguaje místico y frutal, se mete de lleno en todas estas cuestiones que a mí me asolaban. De entre las páginas, descubro una cita esclarecedora de Mei-mei Berssenbrugge: «Vivir la biografía de una persona no es lo mismo que vivir su vida». De entre sus versos, me quedo con uno que me ayuda a saber que, a pesar de no estar desarrollando aquí un sistema de pensamiento, la confianza en mis intuiciones poéticas puede ayudar a comprender los problemas que este género nos plantea: «Perseveré en el método de las incomprensiones». Y de entre mis notas, que desarrollo a bolígrafo azul mientras las presentadoras ríen y mientras mi amigo Gonzalo lee una entrada sobre deidades lunares en el Diccionario de los símbolos de Mircea Eliade que le acabo de prestar, me quedo con estas preguntas: «¿qué edad tiene un corazón? ¿y qué edad tiene entonces la memoria? Siempre hay un desfase entre el corazón y el alma. Nuestra memoria es más joven que nuestro cuerpo. De ahí la imposibilidad de reconciliarnos con nosotros mismos, o quizá sólo en el poema». Al llegar a casa, más cansada y con dos o tres vinos blancos en el cuerpo me senté a pensar:
estoy pensando muchas cosas
pero esas cosas no me piensan a mí
o eso creo porque las cosas que pienso
no se desgarran como la piel
contra una aguja o como la tierra
contra una percusión las cosas no
me piensan y eso que yo pienso
en las cosas la vida no me narra
y eso que yo narro la vida no me narran
no me narran no me agarran no
las cosas no me veneran como para
pensarme a mí que las pienso
es un deber solitario es un agarrarse
sola una cosa sola solo una cosa
estoy
*
La poesía de Berta García Faet abre preguntas divinas y humanas que ella ya ha respondido, pero de las que no nos quiere desvelar el final. Nuestro trabajo como sus lectoras es cerrarlas.
*
Dice la filósofa Hélène Cixous al comienzo de sus seminarios reunidos bajo el título de Lettes de fuite (Gallimard, 2020) que el olvido tiene una función de supervivencia: «si no olvidáramos, moriríamos». Teniendo en cuenta esa otra premisa de Jacques Roubaud según la cual la poesía es memoria, me pregunto qué relación puede haber entre estas dos sugerencias: si no olvidáramos, moriríamos, sí, pero es que la poesía —el alma— es la memoria, o lo que es lo mismo, el acto de pasar una imagen dos veces por el corazón. Si no olvidamos, otra vez: morimos. Si hacemos memoria: posibilitamos la poesía. Ese equilibro entre la propuesta de Cixous y la de Roubaud se me hace urgente, entonces. Olvidar es mantener la vida. Poetizar es morir un poco. ¿Y qué hay a medio camino? Misterio. O aún mejor: movimiento.
*
«He llegado a la conclusión de que la poesía es movimiento».
*
Sí. Quizá estoy en lo cierto. Quizá no me equivoco. Lo sé porque una de las poetas a las que más admiro así lo ha sentenciado. Para ella la poesía es movimiento. Berta García Faet ha partido de esa intuición en El arte de encender las palabas, un ensayo que no me atrevo a definir, pues cuando me siento a tomar estas notas aún no lo he leído en su completitud. Lo que sí puedo decir de García Faet es que lo más sorprendente de su escritura ensayística es su divertimento con la forma. Una forma que, para quienes hemos leído su poesía, no nos es ajena. Y donde digo forma, digo juego. Y donde digo ensayo, digo gamberrería. Eso es: la Berta García Faet ensayista se me antoja todavía más brava que la poeta. Y tiene sentido: ya que se viste de teórica, hace que el disfraz sea completo. Armada de mucha palabrería extensa y de una cascada de notas a pie de página, empieza a jugar con ellas hasta estirarlas, hasta darles la vuelta alrededor de los márgenes. Habrá quien encuentre estos juegos como retos complejísimos. En ese sentido, la escritura ensayística de García Faet me hace regresar nuevamente a Jaques Roubaud. ¿Y si para pensar la poesía hay que jugar como un crío? ¿Y si para hacer teoría sobre la poesía hay que precipitarse a un abismo de dificultad hasta el absurdo? En la película Orlando, mi biografía política, Paul B. Preciado podría estar dando la razón al hallazgo de García Faet. Mientras que ella habla de movimiento, él prefiere hablar de transición. Para el filósofo, la poesía es uno de los grandes poderes del ser humano, pues es a través de ella que podemos otorgar nuevos nombres a las cosas. Y si la vida cambia, significa que todo muta, que todo transgrede, que todo se mueve. Ahí circundamos. Por ahí nos movemos con cuidado con tal de recordar, pero no del todo, la vida y las palabras, y con tal de olvidar, pero no del todo, la historia y nuestra finitud.
*
Hemos dicho que la escritura del yo es pasión por el recuerdo propio, así que me pregunto qué ocurriría si verdaderamente olvidáramos. Se me ocurre que nunca olvidamos del todo, porque en realidad el pasado es subjetivo y a la verdad hemos aprendido a inventarla. Hace unos días mi exmarido me dio una copia de las llaves de nuestra vieja casa, que él está abandonando para mudarse a otro piso en esta misma manzana. Desde que abandoné la que había sido nuestra casa, hace ya tres años, dejé en los armarios empotrados una enorme cantidad de cajas que mi mente había olvidado. Cuando abrí la puerta, sentí pena al ver todo aquel vacío. Cuando abrí el armario, sentí asombro por la cantidad de pertenencias propias o familiares de las que ya creía haberme desprendido. Las primeras prendas de mi hijo, algunas maletas con ropa de mi madre, su ordenador, cajas de mis juguetes infantiles… De entre toda esa maraña de entrañable y dulce basura, me topé con una bolsita llena de ropa interior de mi madre. Prendas íntimas delicadas, que recuerdo haber metido desde su cajón de la cómoda hasta la bolsa de tela hace ya casi diez años. Abrí la bolsa y un olor familiar, pero ajeno, invadió mis fosas nasales. ¿Era ese el olor de su cuerpo? ¿Así olía la piel de mamá? ¿Era eso o mi recuerdo me miente? ¿Es mi cerebro el que está imaginándose un olor que yo asocio a su cuerpo? ¿Puede la poesía darme un nombre para esto? ¿Estás ahí, poesía? ¿Estás ahí para ayudar a mi yo presente a entender a mi yo tan viejo?
*
No he sido capaz de leer Filosofía y poesía: dos aproximaciones a la verdad. Creo que el título que Gianni Vattimo da al conjunto de ensayos que aquí reúne contiene una juguetona falsedad. La poesía no crea nombres nuevos para las cosas viejas. Es la poeta quien los crea y luego, si hay suerte, es la lectora la que los recibe, y si le emocionan, o si le convencen, se los queda. Para ser lectora de poesía hay que ser un poco poeta. Del mismo modo en que el olor de las braguitas negras de mi madre no es el olor de mi madre pero mi mente así lo construye con tal de crear una bellísima y emotiva ficción, el mundo cruel no será diferente al mundo cruel por mucho que a aquello que nos duele le demos nuevos nombres mediante el movimiento de la poesía. La poesía no hace nada, somos nosotras quienes hacemos la poesía. La poesía no cambia el mundo, somos nosotras quienes, a través del pensamiento poético, lo alteramos con nuestros juegos, con nuestro amor, con nuestra locura.
*
El mismo año en que Hélène Cixous terminaba de impartir los seminarios de Lettres de fuite, nació Pablo Fernández Curbelo. Me refiero a 2004. Con tan solo diecinueve años, este pensador ha quedado finalista del certamen de relato filosófico de la revista Filosofía&Co. Su relato Perros sin hueso es una búsqueda deliciosa a propósito del yo de las pensadoras. A propósito de la eterna pregunta de quién soy, que tan presente y tan burlonamente ha quedado reflejada en toda la obra de Berta García Faet. Pero más que como escritor, aquí Fernández Curbelo evoca la reflexión del yo desde el papel del lector, o incluso desde su posición de animal-humano, consciente de la historia, pero al mismo tiempo ajeno a ella —porque para vivir hay que olvidar, para vivir hay que olvidar, para vivir hay que olvidar…—. Al final de su texto, nos dice: «Ahora, en todo caso, la incógnita por el yo ya no se desdobla impenetrable e imbatible. Unos fulgurantes rayos de luz se inmiscuyen por algún resquicio abierto y me llenan de dulces promesas. Busco mi identidad como esos desdichados perros que buscan su hueso y, al fin, me inunda una genuina curiosidad por saber en quién acabaré convirtiéndome y por saber qué es eso, después de todo, que tanto andamos buscando. Eso que invocamos cada vez que decimos yo». No se me ocurre mejor manera que esta para homenajear el movimiento.
*
En la sala de exposiciones temporales de la sección del Museo de Bellas Artes de Nantes dedicada a la difusión de artistas contemporáneos, me encuentro con una obra de Cécile Benoiton titulada La Piscina. Poco más de treinta y cinco segundos de filmación en blanco y negro se vuelven angustiantes: lo que vemos en esta pieza es un ojo humano, probablemente femenino —sí, y probablemente se trate del ojo de la propia Benoiton– que mira a cámara a través de un grueso cristal que puede ser el de unas gafas, o el del culo de una botella de vidrio muy gruesa. El ojo está encerrado en esa cápsula acristalada por la que de pronto comienza a caer agua como si de una escena de llanto se tratara. El agua entra y el ojo queda más atrapado todavía. La mujer procura no cerrarlo. Pone al límite su paciencia a través de la inundación. Es una piscina de lágrimas. El ojo no puede secarse. ¿Verá algo esa mujer? ¿Será capaz de mirar el mundo más allá de sus propias lágrimas? En la sala del museo estoy sola. Me quedo un rato mirando cómo la pieza se repite en bucle y me da la sensación de que conozco de sobra lo que ahí se está expresando. He pasado por ahí: ¿quién no? La Piscina no es más que la materialización hacia afuera de lo que normalmente experimentamos hacia adentro. Esa sensación de llenarse, de colmarse, esa hinchazón de la mirada cuando las lágrimas lo han colmado todo. Me acuerdo entonces de Heather Christle y del fragmento de su ensayo sobre el llanto en el que cuenta cómo en el espacio las lágrimas no se cuelan por nuestras mejillas, sino que se acumulan alrededor del ojo. Sin gravedad, no hay surco. Sin gravedad, el líquido florece y pesa. Son brotes alrededor de la anatomía ocular. Sin gravedad, no hay movimiento. ¿Y no habíamos dicho que la poesía sólo es posible como un pensar del movimiento? Entiendo por qué Cécile Benoiton y Heather Christle decidieron estudiar el peso real y metafórico de las lágrimas. Como diría la novelista Paulina Flores, ¿no es acaso chistoso eso de llorar? ¡Agua que nos sale de los ojos! ¡Una locura!
*
En la iglesia de Nuestra Señora de las Angustias de Barcelona, mi hijo y yo ponemos una vela al cuerpo de María sosteniendo a su hijo muerto. El rostro de la imagen está bañado en lágrimas. Como la mayoría de las vírgenes, estas lágrimas son duras, muy gruesas y profundas. Hay algo en ellas que no sugiere la levedad de la lágrima. Da la sensación de que ese llanto siempre ha estado ahí. De que es un maquillaje eterno. En la pantalla de mi teléfono, sin embargo, las lágrimas de otras madres son mucho más fugaces, caen a chorretones y son ágiles. Las madres de Gaza que han perdido a sus hijes no lloran desde la idealización divina de la madre perfecta. En sus rostros no hay piedrecitas nacaradas, sino signos de verdadera desesperación, y humedad. No es maquillaje, no es un disfraz, sus rostros compungidos están deshechos. Sus ojos van a salirse de sí mismos. Si pudiera tomarlos en mis manos, a todos esos ojos llorantes, los tomaría y los besaría. Los cuidaría un poquito y los acariciaría. Los dejaría descansar y luego volvería a colocarlos en sus cuencas. Pero sé que non serviría de nada porque hay penas que son eternas. ¿Cuánto se nos está permitido llorar? ¿Hasta cuándo es preciso en nuestra sociedad hacer visible nuestro duelo? Quizá las lágrimas de María no sean tan falsas, en todo caso. Es probable que, a través de los siglos, lo que antes era tan líquido y voraz como las lágrimas de las madres que cada día pierden a sus hijos por culpa de un gobierno genocida, se vaya solidificando como las estrías, se vaya enraizando, se quede ahí, para siempre, dentro muy dentro de una, pero visiblemente exagerado para todos. A quien llora mucho lo llaman llorón. A quien recuerda a sus muertos le dicen que exagera. A quien se queja, lo mandan a la llorería. «Pase lo que pase, que no te vean llorar», dirá Samantha en un capítulo de Sexo en Nueva York, en el que las cuatro amigas pijas de la Gran Manzana analizan lo feo que es que te pillen llorando en el trabajo. Lo tan asociado a una mala feminidad. Lo tan histérico. La angustia sólo es estética para las vírgenes. Las de la ficción y las de la realidad. Me refiero a que la angustia sólo es estética para la Virgen María y para esos seres a los que miramos como a nínfulas. En Youtube hay tutoriales para maquillarse como si acabaras de llorar. Si lloras, que sea virginal y cute, que sea sexy, que denote que estás frágil porque lo que necesitas es a un hombre que venga a rescatarte. Pero ojo, que si después del supuesto rescate no se te pone la carita feliz es que eres una amargada. Llora, pero no mucho. Que tus lágrimas no sean piedras. ¿Quién te has creído tú, acaso María?
*
Emil Cioran establece una distinción interesante entre lágrima y llanto. Veamos, para él, «las lágrimas son el criterio de la verdad en el mundo de los sentimientos. Las lágrimas y no los llantos. Existe una disposición para las lágrimas que se expresa mediante una avalancha interior. Hay iniciados en materia de lágrimas que nunca han llorado realmente». Me cuesta aún comprender del todo su distinción, pero creo que precisamente nace de esa tendencia a la falsedad, de esa inevitable duda hacia la pureza del agua que emerge de nuestros lagrimales. Las lágrimas serían un resultado casi involuntario, y por ello genuino, de nuestro cuerpo. El llanto sería la exageración de este, la teatralización de lo que, por esa puesta en escena, ya no podemos saber si es certero. En otro momento, el filósofo rumano se extiende así: «Pienso en una hermenéutica de las lágrimas que intentaría descubrir su origen, así como todas sus interpretaciones posibles. ¿Para qué? Para comprender las cimas de la historia y dispensarnos de los “acontecimientos”, pues sabríamos en qué momentos y en qué medida el hombre ha logrado elevarse por encima de sí mismo. Las lágrimas dan un carácter de eternidad al devenir; ellas lo salvan. ¿Qué sería, por ejemplo, la guerra sin ellas? Las lágrimas transfiguran el crimen y lo justifican todo. Analizarlas y comprenderlas es encontrar el secreto del devenir universal. El sentido de semejante estudio sería guiarnos en el espacio que une el éxtasis a la maldición». Para Emil Cioran la vida sólo existe a través de ese equilibro entre la belleza y el mal. Las lágrimas serían el catalizador. La medición exacta de todas nuestras virtudes y de todos nuestros males. Pero claro, ¿quién determina cuáles son las lágrimas reales y cuáles las ficticias? Otra vez, ¿a quién le permitimos llorar y por qué? O mejor, ¿por quién nos permitimos llorar y a causa de qué? Una de las críticas más comunes a El libro de las lágrimas, de Heather Christle, ha sido la tentación para subestimar su llanto, de hecho. ¿Llorar por tu propia historia con la maternidad? «¿No estáis cansadas de vosotras mismas?», que diría Alberto Olmos. ¿Qué tiene de malo que esa hermenéutica de las lágrimas que Emil Cioran sugirió, pero no desarrolló, la haya propuesto al fin una poeta contemporánea, utilizando como punto de partida sus propias angustias relacionadas con la crianza?
*
Y puesto que Donna Haraway dijo que no existe teoría sin cuerpo. Que no se puede teorizar, ajenos a nuestra carne… me limitaré a recuperar este pensamiento de Pascal Quignard, pues quizá con él podamos entender que no hay un llanto más puro que otro, y que la pluralidad de las lágrimas es tan ancha como la de los cuerpos. La cuestión, ahora, es cómo vamos a escribirlos, o desde qué respeto vamos a leerlos: «San Pedro lloraba porque había abandonado. San Pablo por haber tardado. San Agustín por haber gozado. La mayor parte de la vida la dedicamos a desactivar la zona traumática».
*
En noviembre de 2020 la periodista de Vogue, Paloma Abad, entrevistó a Heather Christle a propósito de la traducción al español de El libro de las lágrimas. Preguntada por las conclusiones a las que llegaría después de haber dedicado cuatro años de su vida a investigar alrededor del llanto, Christle dijo lo siguiente: «no importa cuánto trate de entender las lágrimas en toda su complejidad. Sigo sintiéndome terriblemente avergonzada cuando lloro en público». El concepto de vergüenza lo hemos estudiado muchas veces aquí. Yo misma lo he desarrollado en alguno de mis ensayos recientes, en el que dije algo así como que la vergüenza es una asesina del placer y del autoconocimiento. La respuesta de Christle no deja de dar la razón a esta intuición: cuatro años filosofando sobre una vergüenza no son suficientes para detener ese dolor. La acumulación de conocimiento y de autoconocimiento alrededor de nuestras desdichas nunca nos sacia. E incluso habiendo escrito un ensayo que habrán leído miles de personas alrededor del mundo, y en el que no se autocensura en ningún momento la narración de tales vergüenzas, al salir del libro, al salir del papel, al chocar nuevamente con la realidad, la angustia la atrofia. Sus lagrimales no perdonan. Nombrar consuela, pero no sana.
*
Saco la calculadora. Me pongo a contar. En Los detectives salvajes, por ejemplo, me encuentro con muchísimos «llorar, pero…». Es como si los personajes de Roberto Bolaño pudieran decidir su llanto. En varias ocasiones, están a punto de llorar, pero…, pero después se ponen a hacer otra cosa. Lo que no sé, si por convicción o por pereza.
*
En Lolita, después de su rapto, Dolores Haze llora cada noche, cada noche, en las camas de los moteles por los que Humbert Humbert le arrastra. Él siente cierta excitación sexual ante tales sollozos. Incluso llorar de pena, para ella, se ha vuelto un peligro.
*
Annie Ernaux no llora por amor. Ni tampoco por celos. Ni siquiera por despecho. En La ocupación, quizá su libro más angustiante sobre la celosía y los daños que nos provocamos a nosotras mismas cuando nos obsesionamos con lxs amantes de nuestros amantes o de nuestros ex amantes, la narradora sólo admite que entre rabia y rabia rompe a llorar cuando se le acaba el lenguaje: «un ataque de rabia me privaba de la facultad de argumentar y del uso controlado del lenguaje: a punto de liberar mi dolor en forma de insultos —«gilipollas, quédate con tu putilla»—, acababa hecha un mar de lágrimas». Es la ausencia de las palabras lo que precipita el llanto. Es la vergüenza de no poder argumentar, y no la de no ser amada, lo que le inunda los ojos.
*
¿El pez que se muerde la cola? «No es una vergüenza llorar. La vergüenza es contar en público que lloré. Me pagan para escribir. Entonces, escribo». Son palabras de Clarice Lispector en Aprendiendo a vivir.
*
Llorar porque nos quedamos sin palabras. O llorar porque las palabras nos vienen de golpe. En Tratado de las lágrimas, de la filósofa Catherine Chalier, se nos habla de la tragedia, y del momento de la Odisea en el que Ulises se tapa el rostro para llorar cuando es consciente al fin de todas sus desgracias. «Él descubre su intensidad trágica», y por eso llora, pues toma conciencia de qué ha sufrido. «Pero al mismo tiempo empieza entonces, gracias a las palabras del poeta, a distinguirse de ella», o lo que es lo mismo, a distanciarse del descubrimiento de su vergüenza. Catherine Chalier cita luego, en una nota a pie de página, el pasaje en el que Ulises se cubre el rostro. En la primera explicación, en la de la filósofa, una lectora podría entender que el rey de Ítaca se habría tapado la cara con las manos. Sin embargo, al mostrarnos las palabras de Homero entendemos que aquello con lo que ocultaba sus sollozos era con una tela. Con un chal, específicamente, uno de color púrpura.
*
¿Qué relación hay entre el color púrpura y el llanto? Heather Christle analiza el llanto de los bebés en El libro de las lágrimas. Pienso entonces en el nacimiento de mi propio hijo y recuerdo esa manida frase de que los niños, al salir del cuerpo de sus madres, son máquinas de lágrimas con el cuerpo sucio, húmedo, púrpura. ¿Es esa la referencia? ¿Viene de ahí el color del chal de Ulises, un guiño al desconsuelo infantil? ¿O es otra cosa? El Marqués de Sade, en Justine, se regodea en el llanto erotizado, mostrándonos de dónde aprendió Humbert Humbert su goce hacia el sollozo de Dolores Haze. En un momento de su relato sexual, mientras varios hombres zarandean a una mujer, encontramos lo siguiente: «Mi rostro y mi pecho se volvieron al instante del color de la púrpura... Yo sufría, le pedía gracia, y las lágrimas caían de mis ojos». ¿Qué relación hay entre el color púrpura, el llanto y la desnudez?
*
La conciencia de la desnudez es el primer castigo de Dios, es decir, la primera vergüenza de Eva. Ella sólo descubre que está desnuda cuando al fin alcanza a entender la desnudez. A pesar de haber estado siempre ausente de hábito, su cuerpo sin prendas no le había avergonzado. El castigo, entonces, no es la pérdida del apacible Jardín del Edén. El verdadero castigo es la concepción de la vergüenza, asociada al cuerpo propio. Al sexo propio. A la escenificación de nuestro ser, o lo que es lo mismo: a nuestra sencilla existencia.
*
Porque existimos, lloramos. Porque nacemos, púrpuras. Porque gozamos, vergüenza.
*
Otra prueba de que la conciencia de nosotros mismos —de nuestra verdad, de nuestras vergüenzas e impotencias— es lo que nos duele. En el Libro de la vida, Santa Teresa de Jesús lo reconoce así: «Luego me quise confesar. Comulgué con hartas lágrimas».
*
Un libro que nos puede arrojar luz sobre estas cuestiones es La angustia de pensar, de la filósofa francesa Evelyne Grossman. Para ella, críticos como Maurice Blanchot instauraron en el siglo XX algo parecido al concepto de «lectura extrema». Para Blanchot, el contrato entre el autor y el lector es el de fusionarse, el de morir por y para el texto, con el objetivo de procurar, después una resurrección. Eso me lleva a pensar en cuál es nuestro lugar, como lectoras, al desplegarnos ante tales torrentes de lágrimas de Dolores Haze. O cuál es nuestro papel, como lectoras, al pasear por las novelas de cualquiera de las hermanas Brontë, en las que se vuelve casi imposible no detenerse cada poco en el llanto de una criada, o en el sollozo de una institutriz, o en el desconsolado pataleo de una de las amas de la casa a la que la novela nos esté llevando. ¿Qué hacer con la angustia de Eva? ¿Cómo entender el gesto compungido y púrpura de Ulises? ¿Hay que decirle a García Madero que se permita echarse un llantito, y que se deje de tonterías de poeta macho posadolescente? Tengo que decirlo. El llanto ajeno también nos avergüenza. Me pasa cuando sorteo todas las páginas a mi alrededor. Me pasa con todas esas lágrimas. Me pasa hasta con Heather Christle: nunca he llorado al leerla, sólo he sentido ternurita, tal vez tristeza. ¿O un poco de rechazo? No sé. Tergiversando y haciendo mía la fórmula de Clarice Lispector, diré que «no es una vergüenza llorar», la vergüenza es leer cómo otros lloraron. Me pagan para leer. Entonces, leo.
*
Quizá uno de los momentos que más sonrisas me sacó Heather Christle en su ensayo sobre el llanto tuvo que ver con ese despliegue de técnicas que tanto ella como sus colegas compartieron para dejar de llorar. Diagnosticada con una suerte de “bipolaridad” (si habéis leído ya el libro, entenderéis las comillas) que despertó su lagrimeo constante, Christle empezó a juntar modos de decir basta a dichos impulsos que de algún modo ya sabía que ni siquiera tenían que ver con su sufrimiento, sino más bien con nuestro cuerpo acostumbrado al mismo. Con nuestra tendencia a caer en el agujero de nuestro trauma, pues a veces es más fácil refugiarse en un dolor conocido que en una difícil recuperación por conocer. De entre todos los tips para dejar de llorar que recoge, selecciona uno de Joan Didion, que me pareció especialmente llamativo. En palabras de la autora de Los que sueñan el sueño dorado: «Una vez me sugirieron que, como antídoto para el llanto, metiese la cabeza en una bolsa de papel. Y resulta que hay un motivo fisiológico muy sólido, algo relacionado con el oxígeno, que lo justifica, pero el simple efecto psicológico es incalculable: es sumamente difícil seguir viéndose como Cathy de Cumbres borrascosas con la cabeza metida en una bolsa de papel marrón». Más allá de los motivos fisiológicos mencionados —recordemos que la hiperventilación también se relaja con dicho elemento—, lo que llama la atención es que Didion cite Cumbres borrascosas, y especialmente al personaje de Cathy, quien sin duda se pasa la novela de Emily Brontë llorando «desconsoladamente» desde muy niña. Empujada por esta imagen, me volqué en la relectura de algunos pasajes de Cumbres borrascosas, un libro angustioso, duro y cruel sobre los vínculos familiares y la venganza, en el que todos los personajes hacen cosas desmedidas, incluso llorar. En un momento icónico de esas peleas amorosas, escribe Brontë, poniéndose en la piel de Heathcliff: «Bésame y llora todo lo que quieras, arráncame besos y lágrimas, que ellas te abrasarán y serán tu condenación». Y al final de un largo forcejeo, la voz narradora concluye: «Callaron, juntaron sus rostros y mutuamente se bañaron en lágrimas». Ojalá los personajes atormentados de esta novela hubieran tenido a mano una bolsa de papel, me digo. En el mundo de las hermanas Brontë, cuanto más ricos los personajes, más voluminosos sus llantos.
*
Una de las sensaciones que sobrevuela la novela de Emily Brontë tiene que ver con el hartazgo. En Cumbres borrascosas hay violencia en exceso, de la misma manera en que sus personajes son excesivos al mostrar su sufrimiento y eso los vuelve muchas veces detestables. Releer algunos fragmentos de esta novela me lleva, sin embargo, a acordarme de la escritura de val flores en Romper el corazón al del mundo. Modos fugitivos de hacer teoría. Este ensayo forma parte de una colección editorial de Continta me tienes llamada #Cuerpas, donde diferentes pensadoras contemporáneas se aproximan a temas filosóficos y políticos. Que los libros de estas autoras y sus ideas sean presentados directamente como cuerpos dice mucho de lo que vamos a encontrar en sus páginas. De hecho, val flores incide en la ruina. Ella cree que el destrozo es doloroso, sí, pero también un punto de partida. En su propuesta para articular una nueva manera de pensar la escritura de ideas, nos invita a «un arte de componer con ruinas, con nuestros pedazos rotos, en los bordes de las grandes historias normativas que astillamos. Una experiencia de la rotura en la que somos heridxs, y a la vez, herimos, para que nuestro deseo pueda sobrevivir, cruzando e interfiriendo las retóricas del triunfo, de la alegría, del bienestar, del rendimiento, de la productividad, como imperativos del capitalismo neoliberal. Una erótica de la herida que pulsa prácticas teóricas no como experticia profesional ni mérito académico, sino como una habilidad vital de volver visible este mundo/sur como un plan imaginario compartido». En resumen, lo que val flores propone es escribir desde el dolor, curándonos por la palabra pero también por la mera lágrima. Pero que la exposición de la lágrima no sea un gesto de egolatría sino de puesta en común. Las lágrimas pueden ser muy peligrosas, sí, y pueden ir envenenadas: lo hemos visto en los protagonistas de Cumbres borrascosas, que juegan a llorarse y a tirarse de los pelos para hacerse daño mutuamente, y no para mostrar sus vulnerabilidades. La vulnerabilidad y su aceptación es el comienzo de una conversación posible sobre nuestros traumas. De una acción posible, y sincera, hacia nuestros consuelos. Lo decía Paul B. Preciado: dejemos de hablar de valentía y empecemos a hablar de vulnerabilidad. Del latín vulnus: herida, golpe, punzada. Quizá lloramos porque la herida no se ha abierto lo suficiente como para romper a sangrar.
*
Otra idea que se me viene a la cabeza es la de la fertilidad. El agua chistosa que sale de los ojos y moja la tierra. Humedece al mundo, posibilitándolo. Cuando lloramos, ¿fecundamos? En el caso de Heather Christle, sí: ¿acaso no parió ella un libro?
*
Simone Weil en La gravedad y la gracia: «Decir como Iván Karamazov: nada puede haber que compense una sola lágrima de un solo niño. Y aceptar, sin embargo, todas las lágrimas y los innumerables horrores que se dan más allá de las lágrimas. Aceptar estas cosas, no por las compensaciones que pudieran traer consigo, sino por sí mismas. Aceptar que existan sencillamente porque existen».
*
En El arte de la memoria, Mary Karr distingue entre carnalidad e interioridad cuando se detiene a analizar uno de los pasos clave en la narración del yo: el de tomar la decisión de narrar nuestras agonías, nuestros sufrimientos, la singularidad de nuestras lágrimas. Creo que la escritora que oscile entre el interior y lo carnal debe hacerlo siendo consciente de los peligros de ambos pesos. Incluso si la imaginación existe, ¿cómo va a saber hablar del llanto alguien que jamás ha llorado? ¿Cómo va a escribir empáticamente quien nunca ha investigado su propia vulnerabilidad? Me diréis que entonces nadie podría escribir un cuento sobre un viaje a marte, pues ningún ser humano ha pisado el planeta marciano. Y tendréis razón. Sin embargo, dicha imaginación ya parte de un contrato autora-lectora en el que la idea de fantasía está por encima de todo. En el caso de la narración del afecto, en el caso de la concesión a la lágrima, la emoción se vuelve falsa al instante, como fingida. Nada puede haber que compense una lágrima de un solo niño. Citando Les récits hassidiques, Catherine Chalier nos pone sobre la pista en Tratado de las lágrimas: «él lloró y lloró y lloró, y con sus lágrimas se dio cuenta de que hasta ese momento no había sabido nunca lo que eso quería decir: ese gemido de que es capaz el hombre». Llorar, pues, es la posibilidad de conocer y empatizar con los sentimientos del otro. De comunicarse con él a través del propio gesto. Otra vez Chalier: «Lejos de constituir un tener lástima de uno mismo, como a veces se dice para expulsarlas de la propia vida y enseñar una cierta dureza, las lágrimas se dirigen siempre, en efecto, a alguien distinto de uno mismo, aunque permanezca obstinadamente ausente y silencioso, aunque sea desconocido. Apelan a él, a su justicia o a su perdón, a su misericordia o a su auxilio. En otros términos, buscan un cara a cara, hasta el abismo de la desesperación».
*
¿Abismo o cima? Para Chalier es lo primero. Para Emil Cioran, lo sabemos, siempre fue lo segundo. En el libro En las cimas de la desesperación, el rumano se expresaba así: «Las lágrimas sólo son ardientes en la soledad». Más adelante, sobre el ejercicio de ocultamiento de los sentimientos, nos entregó una escena brutal, magnífica, de una irrepetible belleza. «¿Para qué interrogarse, para qué intentar aclarar o aceptar sombras? ¿No valdría más que yo enterrase mis lágrimas en la arena a la orilla del mar, en una soledad absoluta? El problema es que nunca he llorado, pues mis lágrimas se han transformado en pensamientos tan amargos como ellas». Menuda técnica para dejar de llorar, querida Heather Christle: enterrar nuestro llanto en el mar, o convertirse una misma en la lágrima. ¿Esas te las sabías?
*
Pido perdón por lo que voy a decir ahora, pero tiene que ser así. Debo ser completamente honesta: odio la narración de la infancia. Se me antoja lejana, impostada, inverosímil. Los escritores no sabemos contar la infancia porque su esencia es un ideal que ya escapó. Un recuerdo tergiversado con la sola intención de explicar las ideas del presente. Lo estudiamos a través de Unica Zürn y su Primavera sombría: qué complejo, pero qué absolutamente complejo que es crear una voz infantil. Aunque este libro tuviera tintes autobiográficos, Zürn eligió la tercera persona —la distancia de la ficción, al fin y al cabo— para elaborar su relato. Sólo gracias a esa distancia con una misma logró construir algo poderoso. Ella misma odiaba su propia infancia, y es a través del odio a lo infantil que consiguió un relato tan duro, tan poderoso, tan icónico. Lo estudiamos igualmente con Dolores Reyes y su Cometierra, en este caso, Reyes no habla de sí misma sino que construye una ficción en la que la protagonista es una preadolescente. El hecho de que se nos hiciera creíble su voz tenía que ver con lo «excepcional» de su circunstancia, de estar la niña borracha, de tener la niña propiedades mágicas, que nosotras vinculamos al «realismo alucinado». Más tarde, la infancia volvió a ser la protagonista de uno de nuestros libros. Esta vez sí. Esta vez se trataba de una memoria, pero no de una memoria convencional: Metafísica de los tubos, de Amélie Nothmb, donde esa voz filosófica de una bebé airada y bien cabrona nos permitió empatizar con su yo infantil. ¿Lo veis? La infancia es imposible de narrar. Precisa de trucos rimbombantes, de almas excepcionales, de recuerdos difusos que las autoras sólo pueden tornar nítidos a través de la mucha poesía de su inventiva, como nos ocurría con Margarita García Robayo, en Primera persona, y en aquel relato sobre su padre, sobre el olor y la textura del pelo de su padre, sobre el primer recuerdo que atesora, que tenía que ver con el mar, y con el latido de un Caribe que desde entonces conformaría su ritmo de escritura y su manera de amar.
*
Eso es. Eso. Narrar la infancia propia requiere de altas dosis de poesía y de invocación. Es como traer a un fantasma. Porque lo que narramos somos nosotras, y ya no lo somos, puesto que ahí es donde opera nuestra vergüenza adulta, nuestro aprendizaje distanciado y juicioso sobre aquello que ya no está. Odio la narración de la infancia, porque intentar contarla me supone el problema de no saber ya recordarla. De niña, a los once años, yo lo hubiera dicho así: «qué felicidad que papá y mamá me dan cerveza todos los sábados cuando salimos a comer fuera». De adulta, a los treinta y tres, lo diría de otro modo: «qué vergüenza, tener una fecha tan clara de mi adicción y de mi alcoholismo, qué vergüenza, haber pensado que mis padres eran cool y progresistas, cuando sólo me estaban dando la primera dosis de mi vicio endiablado». Exagerada la visión primera. Exagerada la segunda. Juiciosa, también, la visión primera, ¿habría dicho yo eso verdaderamente a los once años? ¿O es mi visión adulta la que me infantiliza y pone en mi boca tales palabras sencillas y enamoradizas? ¿Me gustaba verdaderamente salir con mis padres de bares? Si me hubieran preguntado entonces, ¿yo era feliz?
*
Odio la narración de la infancia porque va más allá de lo subjetivo [¿lo subjetivo de lo subjetivo de lo subjetivo y al cuadrado?], porque nos hace dudar de qué fuimos, de qué somos, de cómo hemos llegado a convertirnos en esto, y un largo etcétera de dudas existenciales. Lógico, por otro lado, que entre tanto existencialismo sea Simone de Beauvoir la que elija la opción de empezar a escribir sus memorias de la manera más convencional posible. Desde la misma cuna: «Nací a las cuatro de la mañana el 9 de enero de 1908, en un cuarto con muebles pintados de blanco que daba sobre el Bulevar Raspail». Pareciera que la filósofa estuviese dejándonos las pistas suficientes para que lectoras del futuro le hiciéramos la carta astral. A qué esa información. Por qué es relevante. ¿Un indicador de clase social? ¿Una voluntad generacional?
*
Pido perdón de nuevo, pero la infancia de Simone de Beauvoir se me atraganta. Sé que el relato evoluciona de otra manera después. Sé que, al centrarme tanto en algunos detalles que por alguna razón que no logro alcanzar me disgustan, me estoy perdiendo otros que son verdades universales. Me centro, por ejemplo, en momentos como este: «Los adultos no solamente contrariaban mi voluntad, sino que me sentía la presa de sus conciencias. Éstas solían representar el papel de un amable espejo; también tenían el poder de embrujarme; me transformaban en animal, en cosa. “¡Qué lindas pantorrillas tiene esta chica!”, dijo una señora que se inclinó para palparme. Si hubiera podido decirme: “¡Esta señora es una tonta! Me considera como si fuera un perro”, me habría salvado. Pero a los tres años no tenía ningún recurso contra esa voz melosa, esa sonrisa golosa, salvo la de arrojarme aullando contra la acera». Como en Nothomb, como en Sagan, como en las leves nociones de infancia que encontramos en Ernaux, la de De Beauvoir es una infancia marisabidilla. Esas niñas que se creen adultas y no disfrutan de su infancia, narradas por esas adultas que, al añorar ahora su infancia, escriben sobre sí mismas desde quién sabe si una excepcionalidad autoimpuesta.
*
¿Pero y si odio la narración de la infancia ajena porque he llegado a un punto en el que simplemente desconfío de la mía propia? Y si no confío en mis recuerdos infantiles. ¿Cómo voy a confiar en mis recuerdos adultos? ¿Cómo voy a saber que lo que cuento sobre ayer no es ya una enorme mentira? Es que narrar el yo es narrar mentiras. Eso también lo habíamos dicho. Quizá por eso al comienzo de El arte de la memoria, Mary Karr nos dice que la memoria es como el juego del pinball, puesto que, como la pelotita plateada, «rebota desordenadamente entre imágenes, ideas, fragmentos de escenas, historias que has escuchado». Qué dolor de cabeza. Si por algo se caracteriza esa pelota es por el constante y rotundo golpe. Por la tensión y el color. Casi una crisis de epilepsia, poner a ejercitar la memoria. ¿Es en la infancia donde más repiquetea esta bolita? En Escribir sobre mí, Leonard Michaels nos dice que cuando escribe sobre él, se da cuenta «de que estoy más interesado en el valor expresivo de la forma y su relación personal que en las relevancias particulares de mi vida individual». Entonces, ¿se puede generar «valor expresivo» con todo ese ruido que es nuestro pasado? ¿Y si la escritura memorística, incluso esa que es fría y precisa, ¡tan analítica!, como la de Simone de Beauvoir en Memorias de una joven formal, sólo responde a una cuestión corporal, casi visceral, de poner orden a los brutales golpes que nuestra cabeza, de otro modo, ya no será capaz de sostener?
*
Creo que esa puede ser la respuesta. Simone de Beauvoir escribe sobre su infancia como si al hacerlo quisiera desprenderse de una vez por todas de ella. Como si al quedar en las páginas de ese enorme libro, ya no tuviera que volver a imaginar su disfraz de Caperucita, ni las canciones de Navidad, ni los exámenes del colegio, ni las fotografías familiares cada vez más ennegrecidas —y por lo tanto pesadas— en el recuerdo. Mary Karr elige una cita muy buena de Louise Glück para reflexionar sobre lo que ella llama el vigor del pasado, la entidad que le damos a nuestros recuerdos: «Miramos el mundo sólo una vez, durante la infancia. El resto es memoria».
*
Perdón. Perdón. Ya estoy más calmada. Ya no odio tanto la infancia, pero sí que lo hago. Perdón. Perdón. Voy a volver a mis definiciones líricas —porque el lirismo, como he dicho más arriba, es lo que nos salva— …escribir la memoria: ¿olvidarla? Escribir la infancia: ¿destruirla? Escribir la memoria de nuestra infancia: ¿mentir con ella para que contra todo pronóstico no pueda morir nunca?
*
Hay algo profundamente bello en el arte de caer mal. Simone de Beauvoir, dicho esto, no puede ser otra cosa que un ser profundamente bello. Ocurre con la mirada que vuelca sobre ella Wolfram Eilenberger en El fuego de la libertad, un juego cruzado de biografías —las de Simone de Beauvoir, Hannah Arendt, Ayn Rand y Simone Weil— en la que la Simone existencialista se nos muestra como un ser pijo, inseguro y cabroncete, mucho más sensible de lo que ella misma presumiría de ser en sus autobiografías o entrevistas, y mucho más inteligente de lo que su imagen icónica y hoy hiper-femini-hipsterizada ha terminado por evocar. Esto es así: Simone de Beauvoir es en 2023 un rostro sin fondo. Como una Frida Kahlo o una Virginia Woolf, su imagen se ha reproducido en miles de productos de merchandising, sin la posibilidad de ser explicada y desarrollada por quienes dicen alabarla. Pero ojo, porque este hecho no debería convertirnos a nosotras en el metalero cuarentón que se queja de que en Bershka venden camisetas de Metallica a nueve con noventa y nueve euros, como si eso quisiera decir que lo que antes era el himno de las afueras ahora está pervertido. Cabría preguntarse entonces si acaso esos grupos musicales que considerábamos distintos, no fueron siempre, en verdad, un centro cultural, hoy reproducido por mil en tejidos Made in China. No quiero valorar como minoritaria a una voz que nunca lo fue. Desde bien joven, Simone de Beauvoir fue lo que hoy consideraríamos una influencer. A su paso las estudiantes quedaban rendidas. Todas querían emular su inteligencia, y casi por primera vez en el imaginario colectivo, una mujer que no dependía exclusivamente de su buena imagen, llegó a convertirse en un icono. Lo frustrante en mi opinión de lo mainstream de su figura en 2023 tiene que ver con el peligro de que incluso quienes nos dedicamos a la literatura, a la academia o al pensamiento, estamos alejadas de un estudio profundo de su obra. No sé si por una misoginia interiorizada o si por una falta de interés, con la obra de Simone de Beauvoir ha ocurrido que se ha vuelto casi inaccesible. Pisar una librería hoy es encontrarse con más libros sobre ella —en realidad, sobre su vida— que con libros escritos por ella. Su obra, además, suele ser colocada en estudios de género, y no en las estanterías de filosofía. Su pensamiento, reducido a unos cuantos tuits que tienen que ver con la identidad y la sexualidad, muchas veces descontextualizados y recudido a lo que sabemos de su intimidad. Esos mismos que abogan por estudiar la obra de los filósofos macho separándolas de su obra, en el caso de Simone de Beauvoir rompen con el reglamento y no sólo eso, sino que relegan y reducen la influencia de De Beauvoir a lo que hizo y pensó su mejor amigo y compañero de vida, Jean-Paul Sartre. Pero es que claro. Cómo no vamos a minimizar su influencia si nos cae mal. Y cómo no vamos a despreciar a su persona si el hecho de que nos caiga mal nos invita a no querer leerla. Y cómo vamos a abordar su obra complejísima —pues El segundo sexo es un libro enciclopédico, lleno de aristas, una historia de la humanidad contraria a la idea de universalismo, donde la reflexión sobre diferencia de género es el cuchillo que todo lo atraviesa— si hasta ella misma se nos lo pone difícil con su forma altiva y poco dulce de contar. Mirémoslo así. Volvamos a esa idea alrededor del arte de caer mal, y miremos la vida y la obra de Simone de Beauvoir con la profunda belleza que su convicción, su lucha y su rectitud nos dieron. ¿Nos servirá eso para leer Memorias de una joven formal con menos recelo? ¿Nos permitirá entender su gesto altivo las palabras que con él nos regala? No lo sé. Pero yo espero que sí.
*
Porque eso también debemos tenerlo muy claro. No se escribe para caer bien. La literatura del yo no está reñida con la des-identificación. Quizá es que nos hemos empeñado en decir «es que soy yo literal» a todas las cosas que pasen por nuestros ojos, y cuando alguien se nos muestra poco amable, en seguida desistimos. Aunque la literatura del yo de Simone de Beauvoir me enfade y me aburra a ratos, yo quiero creer que en la construcción de su personaje hay una labor importante. Su manera arisca de escribir, se me antoja una fórmula para probar una de sus tesis. El hecho de que nos hable de ella misma no quiere decir que invite a que quienes la leemos nos identifiquemos con su experiencia. Como decíamos, Simone de Beauvoir, como buena existencialista, luchó por mostrar los peligros del universalismo, es decir, quiso demostrar la pluralidad de las experiencias humanas, su diversidad. Quizá el camino a la igualdad no pase por homogeneizar nuestras vidas, tanto como por respetar la pluralidad de estas.
*
Una cita de Memorias de una joven formal: «Me interesaba mucho menos en las lejanas cuestiones políticas y sociales que en los problemas que me concernían: la moral, mi vida interior, mis relaciones con Dios. Sobre eso empecé a reflexionar».
*
Entonces, ¿qué es eso del existencialismo? ¿Podríamos decir que Memorias de una joven formal es una novela existencialista? ¿Podríamos pensar que lo que a ella no le parecía político en un primer momento —el yo— terminó por convertirlo con obras como esta? Otra vez, ¿qué es eso del existencialismo? En resumidísimas cuentas, el existencialismo es una corriente filosófica y también literaria cuyo foco es el del estudio de la condición humana, la responsabilidad individual, la fe y las emociones, el significado de estar vivos… Se dice que figuras como Soren Kierkegaard o Martin Heidegger son los predecesores de este movimiento. Y se dice que esta corriente estuvo impulsada por voces como las de Raymond Aron —pensador conservador, que fue quien trajo las enseñanzas de la filosofía alemana contemporánea a sus compañeros De Beauvoir y a Sartre—, el mismo Jean-Paul Sartre —que fue la voz cantante en toda esta vaina tanto en su ensayo como en su ficción—, Maurice Merleau-Ponty —interesantes sus reflexiones alrededor del cuerpo—, Albert Camus —aunque principalmente como novelista, y podríamos decir que como autor epistolar, pues sus cartas con María Casares son un desarrollo bestial de lo que podríamos llamar ese existencialismo amoroso y de sus teorizaciones sobre el absurdo de la vida que yo os recomiendo leer en El mito de sísifo— y por supuesto Simone de Beauvoir —quien más allá de la visión feminista ya comentada, escribió ensayos muy potentes sobre la clase social, la idea de los adversarios políticos y también sobre la idea del mal en la literatura, especialmente en su estudio de la obra del Marqués de Sade—. Tres puntos para volver a definir qué es todo eso que se traían entre manos los existencialistas: 1/ el rechazo a la idea de trascendencia y de universalidad —con una preocupación por lo íntimo y por el cuerpo en su diversidad— 2/ la comprensión de la angustia —y de la maldad, como partes del ser humano que han de ser comprendidas, no rechazadas, con la intención de que se pueda convivir con ellas, puesto que son naturales a nuestra existencia, ¡ahí también su rechazo a la religión y la necesidad de dejar de creer en la idea del pecado!— 3/ el debate sobre la libertad —pues el ser humano es responsable de crear su propio significado de la vida y sus valores para la convivencia, la comprensión, la honestidad, etcétera—. Por último, una buena manera de comprender todos estos puntos y de ampliarlos con muchas escenas en las que veremos la mala leche de esa Simone de Beauvoir a la que estamos estudiando es adentrarse en el ensayo En el café de los existencialistas, de Sarah Bakewell.
*
Y sí. Sarah Bakewell también suelta perlas grandes como las de Wolfram Eilenberger a propósito de Simone de Beauvoir. Si uno la dibujaba como una pijita, la otra la dibuja demasiado sentimental. ¿Es posible hacer un retrato de Simone de Beauvoir sin mostrar tales asperezas? No lo creo. En el cómic Lo quiero todo de la vida, por ejemplo, Julia Korbik y Julia Bernhard dibujan la vida de una mujer ambiciosa, caótica, robusta, adicta al placer, cabreadísima todo el rato. No es raro verla aquí con el ceño fruncido, en todos los capítulos. También la vemos desnuda, en un momento de máxima vulnerabilidad y belleza, cuando se enamora de quien fue, por lo visto, su amante más ardiente. Se sospecha mucho que su empeño en un amor que hoy definiríamos como poliamoroso le habría hecho sentir insatisfecha por muchos años. Como vemos en Memorias de una joven formal, si algo le excita es la inteligencia. Simone de Beauvoir amaba más las ideas que los cuerpos. Amaba más el juego intelectual que el juego sexual. La obsesión con lo primero le privó a veces de un disfrute de lo segundo, y sin embargo, nunca le fueron incompatibles. Esa es una de las grandes críticas que le hace otra de las autoras que ha definido a Simone de Beauvoir como alguien altivo. Me refiero a Julia Kristeva en Beauvor presente, un libro que selecciona todo lo que ha escrito la filósofa lacaniana alrededor de la filósofa existencialista, y donde se le nota la mala leche al argumentar que Simone de Beauvoir «pecó» de intentar hacer de su filosofía su vida y de su vida su filosofía, perdiendo a veces el sentido de qué era una cosa y qué era la otra. A mí, en realidad, ese no saber me fascina. Memorias de una joven formal podría entenderse entonces como un a veces soporífero manual de instrucciones de la parte de la vida de Simone de Beauvoir, para que luego podamos ir a entender mejor la parte del pensamiento de la autora, y viceversa. Su memoria está trufada de claves sobre Dios, sobre el amor, sobre la clase social, sobre la desigualdad de género y sobre la angustia de estar vivas. De cuando en cuando es inevitable sacar el bolígrafo y subrayar una idea. Todo está en la vida. Nada está en la vida. Todo es profundamente bello. De ahí que nos caiga tan mal.
*
Toda escritura del yo es un ejercicio de búsqueda; ese que algunos asocian a una egocéntrica exhibición, pero que, como en anteriores capítulos traté de exponer, a mí se me antoja algo más parecido al reto que los humanos nos hemos impuesto desde hace siglos: responder a la pregunta de «quién soy yo». No es esta una pregunta caprichosa, ojo. Por eso mismo resulta curioso que su respuesta, en ocasiones, sí nos lo parezca. La pregunta por la existencia propia es la base de toda fe, de toda filosofía, de toda experiencia lírica, pero también de todo amor, esto es, de todo intercambio de afecto. Impensable, como hemos visto, resulta el proceso narrativo del «quién soy yo» si en el empeño por contar, por recordar y por inventar no nos detenemos de igualmente en el «quiénes son lxs otrxs». Puesto que es la otredad lo que nos delimita, y por lo tanto, lo que nos define, en todo análisis de las escrituras del yo se volverá necesario atender al modo en el que los vínculos de la voz narradora han sido retratados. Tirando de un ejemplo que nos es muy cercano a todas: es S. quien delimita y conforma la existencia de la voz narrativa de Annie Ernaux en Pura pasión, incluso si su presencia se reduce a un recuerdo, a un olor en una toalla, a una hebilla del cinturón, abierta en la imaginación de quien nos confiesa, tan nítida, tan palpable y al mismo tiempo tan imposible de recobrar —de hacer reaparecer— en ese suelo sobre el que ella se la encontraba cuando su amante iba a visitarla. La gran ausencia de un otro, gran presencia, sin embargo, y perfecto encuadre de ese yo confesor. Sin el gran otro, la grandeza del yo Ernaux no existiría en la escritura de su deseo. Sin el gran otro ausente, no habría Pura pasión. Todo ego requiere de otredad. Todo yo requiere de una voluntad de apego o desapego hacia aquello(s) que lo rodean. Son muchos los debates sobre la ética de narrar al otro en la teoría de la autoficción. Como Mary Karr responsabilizándose de la narrativa de su hijo en Iluminada, memoria sobre su alcoholismo en la que nos reconoce que para poder «liberar» a su primogénito necesita narrar «su versión» de lo que significó criarle. Mary Karr siente la necesidad de contar todo aquello que recuerda de su vida con el niño, con tal de que en un futuro el niño, que ya será adulto, pueda narrar por su cuenta los hechos de su propia vida, las «vergüenzas» de su yo, pues ya tiene acceso a las vergüenzas de su madre en un sincero y tremendo relato que Karr elabora casi a modo de herencia. ¿O acaso no es un gran regalo esa caja de memoria? ¿Será que la narración del ego también puede ser para los otros un acto de generosidad? ¿O acaso este pensamiento de Karr es a su vez parte del delirio egomaníaco de las escrituras del yo?
*
«No escribas sobre mí». ¡Tantas veces se ha dicho! «Todo parecido con personas reales es pura coincidencia». ¡Tantas veces se ha anunciado! «Escribo sin pedir permiso». «No hay nada peor que ser familia de un escritor, ¡nos robará las historias!». «Si escribes sobre mí, te denuncio». ¡Y bien conocida es la historia de la ex mujer de Emmanuel Carrère, que le obligó a firmar un contrato mediante el cual él aseguraba no contar intimidades de ella en libro alguno!
*
Desnudar el yo
=
Exponer a los otros
*
Lo personal es político. Claro.
Porque es que lo personal = Los otros
Y… los otros = ¡Todos!
¿La intimidad son los otros?
Pffff, yo qué sé.
«El infierno son los otros», que diría Jean-Paul Sartre.
¿Sí?
¿El infierno, o el amor?
*
Si de acuerdo con el existencialista es la mirada ajena lo que nos provoca dolor, tiene sentido que ese dolor nos lo genere igualmente una mirada amorosa que una mirada juiciosa. Cualquiera de ellas genera una serie de expectativas con las que nosotros debemos cumplir, ¿cómo convivir con dicha sensación de no estar nunca a la altura? Creo, sinceramente, que de entre todas las semillas de filosofía existencialista dispersadas en la obra de Simone de Beauvoir, esta visión de la otredad es la que más se intuye en su libro Memorias de una joven formal. Desde el mismo comienzo nos enfrentamos a una niña que a toda costa quiere imponerse, que a toda costa quiere ser vista por los demás como una pequeña diosa sabelotodo y perfecta. Impresionarles es su libertad, sí, pero también es su condena, aquello que crea su máscara. ¿Es lo mismo impresionar a una madre que a una profesora? ¿Hacen falta las mismas armas para impresionar a una compañerita de clase a la que quieres besar que a una hermana sobre la que deseas imponerte? ¿Y qué son todas esas cosas que ve por ahí de los amoríos infantiles? ¿Qué quiere decir que ella, que es inteligente, no resulte tan atractiva para los ojos de los demás como una niña cuya sola virtud es la belleza? Hay avisos, en estas escenas, de las futuras investigaciones feministas de Simone de Beauvoir, pero son sólo pinceladas, porque lo único cierto en Memorias de una joven formal con respecto a su relación no ya con «el otro» sino con «las otras» es la tensión de la competitividad pura, la enemistad, la dominancia.
*
¿Y qué nos dice Memorias de una joven formal sobre el pensamiento amoroso de Simone de Beauvoir? Teniendo en cuenta sus ascos aún no concretados ante la idea de familia tradicional, pero también su impotencia de niña ante la idea del amor que barajaban sus semejantes, y teniendo en cuenta en último lugar su vinculación a Zaza, por quien luego sabríamos, gracias a sucesivos libros de memorias y epistolarios que hoy son tildados de amorío lésbico y secreto, podríamos decir que ya desde muy pequeña Simone de Beauvoir imaginaban otro tipo de amor a aquel que se le quería imponer. En verdad, leer su obra ensayística o narrativa nos deja siempre en ascuas a propósito de estas cuestiones. Simone de Beauvoir es para muchxs la madre de una suerte de poliamor contemporáneo, pero ella no teorizó al respecto. Dijimos que la literatura del yo sucedía entre la teoría y la práctica —sólo viviendo, esto es, practicando, es posible luego narrar lo íntimo—, y en el caso de De Beauvoir, sólo amando, cuidando, rompiendo corazones —decía de ella Julia Kristeva que era fría y acaparadora— y enervándose o reconciliándose con su núcleo principal en las cuestiones del querer —sí, aquel que decía lo de que el infierno eran los otros, pero también, curiosamente, lo de que había dos tipos de amores: los necesarios y los contingentes—; en el caso de De Beauvoir, decíamos, sólo ejercitando su músculo amatorio es como ella pudo finalmente teorizar. Lo que quiero decir es que en ella hay práctica. Mucha. Y de tanto practicar las complejidades del amor fue como finalmente su ejemplo se ha convertido en algo digno de estudio, no tanto por las palabras que pronunció al respecto como por la vida que acumuló, y que convirtió en ejemplo. ¿Qué nos dice, entonces, toda esta obra del pensamiento amoroso de Simone de Beauvoir? Que sin los otros no existe el yo, de acuerdo. Pero que sin el amor propio tampoco podría existir nuestra manera de modular cómo vamos a relacionarnos con los otros, puesto que quizá ellxs no son el infierno.
Quizá el infierno sólo sea el Yo.
WOW