Libro, cuerpo: inseparables
Unas notas sentimentales alrededor de la poesía de Emily Dickinson que preparé para mi taller de lectura en marzo de 2024
Dice Mónica Lavín en el prólogo a El tiempo de la mariposa, de Selma Ancira, que «traducir es hacer visible lo que de otro modo permanecería en la penumbra, es posibilitar una experiencia, como sacar un barco hundido del mar». Y me gusta. Me gusta esa imagen porque es partícipe de la oscuridad que anuncia. Un barco hundido en el mar es tanto una desgracia como un tesoro; tanto un viaje violento en el tiempo como la posibilidad de imaginar un futuro nuevo para sus restos. Leer la literatura de antaño es, así, jugar a la arqueología, y una traductora como Selma Ancira, que precisamente oscila entre tres lenguas tan posibles de remitir a pasados luminosos y extraños como lo son el ruso, el griego y el español, se presenta en este libro no ya como arqueóloga o como descubridora de barcos, sino más bien como una escritora y pensadora de las lenguas, y de aquello que de manera cursi algunos llaman «vivir una vida literaria», o lo que es peor: «convertir su vida en poesía».
En las páginas de El tiempo de la mariposa, Ancira hace una oda al griego Nikos Kazantzakis y nos desvela cómo encontró la manera de ser su traductora sin saber una sola palabra de su idioma. Ella, de hecho, había estudiado la literatura y la lengua rusas durante mucho tiempo, y cuando por casualidad se dio cuenta de que necesitaba traducir del griego, reparó en que la única manera de aprender griego moderno con un diccionario era hacerlo de griego a ruso, y luego de ruso a español. Por aquel entonces, Ancira no contaba con diccionarios griego-español, porque de alguna manera ese idioma está tan asociado a su historia clásica que a menudo sigue anclado en una mirada vieja del mismo, especialmente cuando se trata de repensar su literatura o su filosofía. Ancira admiraba los tiempos de Safo, por supuesto, se interesaba por su lengua y por su herencia, pero qué distinta era esa manera de hablar de lo que ahora precisaba para sumergirse en el mar de Nikos Kazantzakis y poder pescar así a los barcos hundidos de su escritura.
Selma Ancira empezó a estudiar griego para poder traducir a Kazantzakis, pero eso no fue todo lo que aprendió entonces. Gracias a la influencia de este autor, Ancira se dio cuenta de que para poder hacer su trabajo tenía que tocar, respirar y escuchar aquello que el escritor había tocado respirado y escuchado para escribir su obra. Fue así como decidió viajar a Grecia por tercera vez en su vida. No contenta con su recuerdo de sus primeras visitas, tenía que regresar al lugar de los hechos, para cerciorarse de que su traducción de Zorba estaba viva: «Eran dos los destinos que la novela me imponía: el Peloponeso y Creta. El Peloponeso porque ahí se encuentra la playa de Stupa y la mina, la verdadera, la que el autor y su protagonista exploraron en 1916. Y Creta porque en esa isla nació Kazantzakis, en ella se desarrolla la acción de la novela y ahí, seguramente, encontraría la respuesta no solo a mis dudas lexicográficas sino también a aquellas geográficas, arqueológicas y hasta culinarias». Viajar para entender. Viajar incluso si es imposible hacerlo al lugar exacto, al tiempo exacto, al momento de los actos y experiencias exactos de los autores a los que leemos o traducimos —esto es, a los que amamos—, pero con la voluntad de hacer una arqueología emocional que nos permita conectar nuestra vivencia con el texto. Otra vez: poner el cuerpo por y para la literatura.
Libro, cuerpo: inseparables.
Fue Selma Ancira, por cierto, la que según la poeta colombiana Tania Ganitsky propuso leer a Emily Dickinson de una manera plenamente física: incluso si su literatura habla del alma, los gestos se vuelven necesarios al dramatizar sus versos. En este caso, el gesto es el del suspiro, algo que nos obliga a entrecortar la respiración, y hasta a quedarnos sin aire cuando intentamos leer a Dickinson en voz alta. Para Ancira, activista de la literatura-cuerpo hasta sus últimas consecuencias, como bien hemos visto, se necesita parte de ese espíritu aventurero para leer a la gran poeta estadounidense, porque corporeizar su obra es otra manera de acceder a sus oscuridades, a sus barcos hundidos, a pesar de que nosotras cuando la leemos volcada al castellano, no seamos ya sus intrépidas traductoras, sino en todo caso curiosas intérpretes, ¿o sacerdotisas? Dice Selma Ancira que cuando empieza una traducción, su alma estará dispuesta a impregnarse de la luz y de las sombras del original. Me pregunto entonces, sabiendo de las curiosas dificultades que presenta siempre la lectura traducida de Dickinson, cuánto hemos de arrodillarnos ante el alma impregnada de luces y de oscuridades de las mujeres que la han traído de maneras tan diferentes a nuestra lengua: Silvina Ocampo, María Negroni, Eva Gallud, Nicole D’Amonville, Margarita Ardanaz, por citar algunas, aunque la lista es bien extensa y polémica, pues son también extensos los artículos académicos que tratan de adivinar cuál sería la traducción más idónea de una autora como esta: ¿aquella que respeta sus juegos y perversiones del lenguaje? ¿Aquella que, al contrario, pervierte y juega con su lenguaje? ¿Aquella que se acerca más a su forma? ¿Aquella que se aleja de la forma en búsqueda de hacer brillar aún más su sentido? En poesía, ¿tiene sentido el sentido? ¿O tiene más sentido el sentir de los ritmos y de las formas?
Ahora bien: no os penséis que esta magia, que esta obligación de poner al cuerpo responde sólo al trabajo de la traducción o de la lectura de los textos trasladados a otra lengua distinta al inglés. Incluso en su idioma original, la escritura de Emily Dickinson resulta un reto incluso en su lengua madre, porque de tan pura, de tan nítida que parece, hay algo que lo enturbia todo. Lo dice el mismísimo Harold Bloom en uno de los ensayos reunidos en Cómo leer y por qué: «Hay que leer a Dickinson preparados para luchar con su originalidad cognitiva. La recompensa es única, porque Dickinson nos educa para pensar con más sutileza y con más conciencia sobre lo difícil que es romper con las respuestas convencionales que nos han inculcado». Para Bloom, la obra de Dickinson se divide entre sus poemas y las llamadas cartas, que él prefiere nombrar como «poemas en prosa astutamente escritos». Dice que en su escritura siempre hay algo que no puede verse, pero cuya opacidad nos entrega un carácter «ágil y vivaz» que equipara con la sensación de la lectura inclasificable que también le aporta William Shakespeare. «¿Son ambos poetas cristianos o nihilistas?», se pregunta también el crítico, antes de asegurar que la originalidad intelectual de Dickinson es lo que incomoda a sus lectores. Al usar estructuras nuevas, libres —y no por ello menos trabajadas y poderosas— Emily Dickinson obliga a que su poesía sea memorizada más por el alma que por el habla —esta fórmula, por supuesto, es mía, Harold Bloom nunca hablaría en estos términos, hé—; lo que quiero decir es que para Bloom, la fuerza de Dickinson reside en que atenta contra la autonomía del lector, y es por eso que su literatura se queda dentro de nosotros a través de versos e imágenes poderosas, pero no puede ser declamada como toda esa poesía melódica. Su motor es otro —y, como vemos, incluso para alguien tan charlatán como Bloom, dicho motor es indescriptible—.
Con el propósito de describir y entender a Emily Dickinson, hay demasiados curiosos que, como Selma Ancira, han intentado refugiarse en las tierras que habitó la poeta con tal de dejarse invadir por la soledad que, dicen, la caracterizó. Los paisajes de Amherst, en Massachusetts, son lugar de peregrinaje hasta tal punto que ya es hasta posible pagar un puñado de dólares por estar una hora en la habitación en la que ella escribía sus poemas, maquetaba cuidadosamente sus cartas y enmarcaba las plantas que recogía en sus paseos. No me he parado a buscar quién se lleva ese dinero, ni qué hace con él una vez los turistas letraheridos han consumido su tiempo en ese cuarto. Disponía, sin duda, de un cuarto propio muy especial Emily Dickinson, desde el cual veía el campo, la hierba, las estaciones pasar, en lo que las adaptaciones audiovisuales de su vida han retratado como algo prácticamente monacal. De ahí que en tantas ocasiones se haya hablado de Dickinson como de una monja o una mística, imagen que hoy se ha enfocado más hacia las teorías de que fue una lesbiana tan encerrada en su armario que, de tanto tirar hacia adentro, no logró salir demasiado ni siquiera de su pueblo. ¿Hace falta ir a donde ella vivió para entender su literatura? Contradiciendo la bella teoría de Selma Ancira, quisiera creer que tal vez en su caso Amherst sea solamente una anécdota. Si bien podríamos ver a los tatara-tatara-tataranietos de los pájaros sobre los que escribió y algo parecido al cielo azul hacia el que alzaba su mirada, también es verdad que el verdadero turismo, el verdadero viaje que requiere la poesía de Emily Dickinson se dirige hacia el centro del lenguaje. «Dickinson’s life was language», leemos en My Emily Dickinson, un libro bellísimo de la poeta Susan Howe, con el que la autora analiza no sólo la obra de nuestra protagonista, sino que por obligación la entrecruza con otros iconos de la poesía del siglo XIX, como Elizabeth Barrett Browning o Emily Brontë. La idea de que Dickinson no habitó un lugar, sino un lenguaje, no la ha desarrollado únicamente Howe. El estudio Emily Dickinson and the Life of Languaje, de Emily Miller, es una detallada prueba de que el espacio físico que habitó la autora era en realidad un espacio del habla —uno anímico, si lo queremos—, y quizá por ello leerla resulte tan complejo, ¡tan griego, al fin y al cabo, una Odisea!
En una de las últimas entrevistas que concedió en su vida, el poeta William Carlos Williams —otro obseso de Dickinson, como descubrimos gracias al ensayo de Susan Howe— el poeta desveló que su cercanía a la autora tenía que ver también con una coincidencia maravillosa. Su abuela paterna se llamaba igual: Emily Dickinson. Al decir esto, el entrevistador se maravilló, y se dio cuenta de que en el escritorio de Williams había un retrato de «su homónima». Preguntado por esa imagen, el poeta responde: «Emily fue mi santa patrona»; y más adelante, sentencia: «ella era un espíritu independiente. Hizo todo lo que pudo para escapar de una interpretación demasiado estricta». Pero William Carlos Williams insiste una vez más: «ella era norteamericana», y lo dice en varias ocasiones, como intentando demostrar que la misma que rompió la lengua en la que se había formado, estaba también rompiéndola con su salvajismo, tal vez para dar la posibilidad a que, después de ella, otros pudieran hacerla trizas, utilizar la métrica a sus anchas, crear una manera de hacer poesía propia, ajena y lejana a todo lo que habían aprendido del canon de Europa. ¿Será que Dickinson, tal vez sin quererlo ni imaginarlo, pues de hecho ella no logró a ver en vida el éxito de sus poemas póstumamente editados, formó con su experimentación la nueva lengua de un país aún en formación? ¿Será que a través de ella empezó una tradición nueva? ¿Será que para los intelectuales de generaciones posteriores su figura se volvió crucial, puesto que más que a la patria, a la generación o al yo, si Emily Dickinson se aferró a algo, fue al lenguaje? Dicen que ella no se parecía a las mujeres de su tiempo. Y dicen que ella no se parecía a las humanas de su género. Y dicen que ella no escribía humanamente, sino tal vez —y esto es palabra de la escuela de Negroni— naturalmente. ¿Una flor o un libro? Ante tal dicotomía lanzada por Dickinson nunca sabremos la posible respuesta. Una flor, un libro, o ambas cosas a la vez, pues son la misma.
Once años mayor que ella, y también fundador de otro de los caminos que tomaría la poesía estadounidense en los años venideros y casi hasta nuestros días, Walt Whitman, escribió lo siguiente en sus Hojas de hierba: «Esto no es un libro. Quien lo toca está tocando a un hombre». Puede que, al fin y al cabo, y a pesar de las promesas de sus muchos y muchas lectoras e intérpretes a lo largo de los tiempos y países, el cuerpo-libro de Emily Dickinson sí perteneciera a un lugar particular, y a un tiempo preciso, en el que los «padres fundadores» de la mal llamada «poesía norteamericana» llegaron por distintas vías a la misma solución de que la poesía y la carne pueden y hasta deben ser la misma cosa. ¿Una flor o un libro? Quien toque este libro, estará tocando una flor; y quien toque esta flor, estará tocando a Emily Dickinson. ¿Hace falta viajar hasta Amherst para que ese tacto se deleite? Con todo mi cariño a Ancira: no lo creo. Hoy la casa de Emily Dickinson sólo es el trofeo consumista y capitalista de este mundo que todo lo devora y lo magnifica, hasta el punto de alejarlo del refugio alejado e intencionado que originalmente fue. Para viajar hasta Emily Dickinson, habría que visitar las bibliotecas de su país, y atender a la enorme influencia que su nombre ha ejercido a través de las décadas. Para viajar hasta Emily Dickinson, habría que visitar los parques y los bosques a los que hoy nuestro clima abrasa, con tal de llenarnos la nariz de «creencia» y poder entonces gritar, como ella: «¡Qué contemplación!». Para viajar hasta Emily Dickinson, bastaría con encerrarse en el cuarto propio, y escribir una oración de deseo en el borde de un sobre, porque hasta el arte de escribir a mano lo estamos perdiendo, y llegará un momento en el que tal vez ni siquiera sepamos hacer lo que tan bien hizo ella con sus dedos: trazar palabras desordenadas, y convertirlas en poema.
Dice María Negroni el prólogo a La miniatura incandescente que Emily Dickinson escribía amuletos. Volviendo a Selma Ancira, quisiera creer que, a pesar de mis reparos hacia la posibilidad de poner un pie en Amherst —algo que, adivinaréis, quizá sólo me agobie por la envidia de quien puede dedicar su vida a seguir los pasos de sus autoras preferidas por todo el globo terráqueo, venga, ¡ya lo he dicho!—aquello que me interesa verdaderamente de su modo de hacer es el haber convertido sus viajes en un ritual. Los amuletos de Dickinson no son distintos a los billetes de avión que atesora Ancira en recuerdo de aquellos viajes a Moscú o a Atenas. Todo forma parte de una obsesión, y esa obsesión responde a la necesidad de un ritual. Y ese ritual, amigas mías, no es otro que la pregunta eterna del ser a través del acto torrencial de la escritura: «Cuánto de Fuente hay en ti — / Qué supremas tus sesiones — / Pues de ti mismo arrancaste / Un universo entero».